Por fin, es junio. Llega el calor y, con él, se derriten esos problemas que en invierno nos han machacado. A mí, junio me produce un cierto desasosiego. Lo relaciono a la época de exámenes, a estudiarme el último día el examen del día siguiente. Jamás fui previsor en los estudios. Lo dejaba todo para última hora ante el enfado de mi padre. Hace poco, volví a soñar que me faltaba un examen para acabar la carrera y que no había estudiado nada. Sin embargo, a diferencia de otras veces, la angustia desapareció porque me sentí capaz de decirle a mi padre que no solo no había acabado la carrera, sino que, llegados a este punto de mi vida, no pensaba sacármela. Fue como reconciliarme con una parte de mí que me intranquilizaba: la de haberle decepcionado. Llega junio y, con él, las verbenas. Recuerdo las de Sant Joan de adolescente, saliendo siempre en busca de una mirada cómplice, un amor primero, un deseo compartido. Todo podía pasar una noche de verbena. Pero echo la vista atrás, y no guardo ninguna en mi recuerdo. La sorpresa es una liebre y los que salen de caza nunca la verán dormir en el erial, decía Martín Gaite. No me gustan las noches en las que hay que salir y divertirse por decreto. No me gusta lo establecido. Disfruto pensando que la vida te puede sorprender en cada esquina. Pero si los años me están enseñando algo es a comprender que el desencanto no tiene porqué ser un mal compañero de viaje. Vivir es saber que, en la mayoría de las ocasiones, siempre pasa nada