Desaparezco de España unos días, pero antes de coger el avión me entero de que Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa ya no son pareja. El motivo, los celos de él, dicen. Y cuentan también que el hartazgo a todo aquello que rodea al universo Preysler. A mí me dio mucha penita ver a Vargas Llosa participar en el reality de Tamara Falcó. Pero el escritor ya tiene los suficientes años para saber decir que no, o sea, que si estuvo ahí es porque quiso. O porque le fallaron las fuerzas para montar un pollo y prefirió tragar antes que rebelarse, que también puede ser.
Estando en pareja hay veces que prefieres saborear con delectación una bolita de cianuro antes que echar mano del temido “tenemos que hablar”. Sin embargo, he de confesar que me parecieron interesantes las escenas en las que Vargas Llosa aparece junto a Tamara visitando una librería en la que, creo recordar, venden primeras ediciones de importantes obras de la literatura universal. Ahí es donde el Nobel se crece y da gusto escucharlo, pero son perfectamente olvidables aquellas otras en las que solo ríe porque parece que es la única escapatoria que se le ocurre para salir vivo de un reality endemoniado. No lo consigue.
Vargas Llosa debe agradecer a los que se ocuparon del montaje que no quisieran hacer sangre con sus risas y las repitieran hasta la saciedad porque eran la viva imagen de un ser humano acorralado. Una estampa muy ridícula para alguien que tiene muy alta consideración de sí mismo.
Si a eso le añadimos que varios de los personajes que aparecen en el reality lo llaman “Mario” con una familiaridad pasmosa, cuando se ve a la legua que en realidad no tienen ni idea de quién es –aparte de la pareja de la Preysler–, no es de extrañar que el escritor se levantara algún día que otro con dudas bastante existenciales. Las mismas que podría tener madame Preysler, pero como ella es una esfinge no puedo saber qué se le pasa por la cabeza sobre ningún asunto.
El escritor florero
Dicen que Vargas Llosa ha acabado hasta el mismísimo del universo Preysler. Muy bien, pero ya sabía dónde se metía. Lo que también puede haber sucedido es que el escritor se haya hartado de ser un simple accesorio.Un adorno prémium al que se pasea por bodas, bautizos y comuniones pero con poco derecho a ser escuchado, que es algo que a él le pirra. Porque desde que empezara a salir con Preysler ha dejado de ser un premio Nobel para convertirse en el señor que sale colgado del brazo junto a nuestra ‘socialité’ más deseada.
Pese a que las apariciones públicas de Isabel Preysler son escasas, su figura conserva esos tintes míticos que la siguen manteniendo como uno de los personajes más codiciados de nuestro negocio, hecho realmente apoteósico si tenemos en cuenta que resulta difícil definir cuál es su trabajo. Perdón: su trabajo, su mejor obra, es ella misma. Nada más que añadir, señoría. Así que nos encontramos con que Isabel Preysler es nada más y nada menos que un auténtico milagro. Amén.
Contra el pesimismo
No hace mucho, en ‘Sálvame Naranja’, conectamos con un periodista argentino con el fin de que nos narrara cómo estaba viviendo el país la victoria de su selección en el Mundial de Qatar. Dijo algo que me llamó la atención. Que la celebración se estaba convirtiendo en una inyección de alegría para la Argentina (así lo dicen ellos, con el artículo, me encanta) porque, atención, “nos habíamos convertido en adictos a las malas noticias”. Esa adicción no es algo que suceda solo en la Argentina. No hay más que echar un vistazo a algunos de los principales periódicos de nuestro país, sintonizar algunos programas de radio o conectar con algunos espacios de televisión para certificar que, cuanto peor, mejor. No existe noticia buena para ellos. No hay lugar para la esperanza, para una luz –por pequeña que sea– al final del túnel. Han hecho del catastrofismo su bandera y de ahí no los sacan porque nada es más fácil que tener a una audiencia abonada al miedo y al cabreo.
Esa era la filosofía de aquella maga del terror que era Encarna Sánchez: “Oyente cabreado no cambia de canal”. Y la Sánchez hizo de su filosofía su particular y boyante negocio. Se quejaba de que el país iba como el culo mientras sus arcas se llenaban de millones y millones de pesetas impregnados de una mierda de ideología que repartía a oyentes ávidos de su ración de miseria cotidiana. Yo he decidido pasar de eso. Lucharé por no convertirme en más idiota de lo que soy, pero no necesito a nadie que me explique que la vida iba en serio. Lo sé desde que tengo uso de razón, como cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente, que somos la mayoría. Prefiero que me recuerden al oído esa frase de Jesús Quintero que dice: “La vida puede ser hermosa si uno se empeña en que lo sea”.
Y en cuanto a lo de Preysler y Vargas Llosa, por acabar donde lo empecé, me parece muy valiente lo que han hecho. No hay edades para una ruptura ni para iniciar una vida nueva. Lo dañino es quedarte apoltronado en una realidad ya conocida por temor al cambio. Lo que han hecho Preysler y Vargas Llosa es para enmarcar. Romper con lo que no te satisface es el principal síntoma de estar vivo. No me parece poca cosa. Si hiciéramos un repaso exhaustivo nos asustaríamos de la cantidad de gente que vive dormida.