Comienzo el domingo viendo en Netflix ‘Diecisiete’, de Daniel Sánchez Arévalo. Qué gusto da hacerte mayor y darte cuenta de que puedes seguir emocionándote con una película. Que escuchar hablar de sentimientos siga removiéndote y obligándote a cuestionar tu propia manera de sentir.
Ayer acabé el día muy tonto. No acompañó el diluvio que cayó cuando estaba debatiéndome entre salir a cenar o no salir. Con la lluvia y los coches de policía desalojando Callao, encontré la excusa perfecta para quedarme. Casi estuve a punto de ponerme a llorar en la cama, pero me quedé dormido antes.
Esta mañana se lo contaba a mi amigo O. y me contestó que él también estaba tristón ayer, pero lo remedió haciendo una tortilla de patata al mismo tiempo que iba narrándole el proceso a su bebé. Se habla, entre otras cosas, de la muerte en ‘Diecisiete’ y yo pienso mucho en la mía. Sé que no me voy a morir por lo del ictus. Entre que me dio y me operaron pasó más de una semana, así que ahí agoté ya mis papeletas por este trance.
Igual me tengo que operar y hasta luego Mari Carmen, pero creo que todavía no me ha llegado la hora. Me daría pena morirme por mi familia y porque quiero más tiempo para disfrutar de lo que he conseguido. Pero Óscar, el viudo de Juan, me dice que lo del tiempo es relativo. Que nunca es el momento de irse porque siempre te quedará algo por hacer. Nunca. Siempre. Detesto esas palabras y al mismo tiempo las amo. Lo que tengo claro es que todavía no me quiero morir. Ojalá que el día que tenga que suceder esté tan cansado que lo vea como un alivio.