Disfruto muchísimo con “Arde Madrid”, la serie de Paco León, y en un descanso entre capítulo y capítulo me pregunto cuándo dejó de arder la ciudad para mí. Y llego a la conclusión de que tuvieron que ver varios factores: la popularidad, venirme a vivir a las afueras y que se asentara mi relación sentimental.
El Madrid que yo conocí, el del 95, era un Madrid bullicioso, divertido, jaranero y muy nocturno. Aterricé en la capital con veinticinco años y un trabajo –colaborador de Pronto- que me permitía vivir muy cómodamente. Hubo épocas en las que salía todas las noches. Tuve la suerte de dar con gente muy divertida y disfruté la ciudad con intensidad y alevosía. Pero apareció “Aquí hay tomate”. Hasta entonces gozaba de una popularidad muy llevadera pero trabajar en un programa que arrasó diariamente durante cinco años me complicó la existencia. Salir empezó a dejar de ser divertido. No había noche que no volviera a casa disgustado. Siempre había alguien que se te acercaba para hacerte saber que no estaba de acuerdo con tu trabajo, que es algo que a mí me cuesta cada vez más entender. Porque esto nos pasa fundamentalmente a los que trabajamos en televisión. La cercanía del medio es tan apabullante que provoca que se creen unos lazos de familiaridad que a veces son complicados de sobrellevar.
Y más con la aparición de las nuevas tecnologías. Antes nos conformábamos con un autógrafo. Ahora ya nadie quiere ninguno porque lo consideran obsoleto e incluso hay gente a la que ya no le basta la fotografía. Te piden que actúes para un boomerang o que participes en sus stories. Suelo recibir una media de veinte peticiones diarias para hacer videos: cumpleaños de madres, de abuelas, sorpresas varias, saludos a centros de trabajo de toda condición. Por no hablar de las veces que te paran por la calle para que, teléfono en mano, hables con la persona que hay al otro lado. Jamás lo hago porque me muero de la vergüenza, también lo digo. Atender a todo lo que te piden se convierte en otro trabajo para que el deberías dedicar otra media jornada laboral. Las demandas son cada vez mayores y tu tristeza también porque es imposible contentar a todo el mundo.
Creo que Madrid dejó de ser atractiva para mí cuando en vez de mirar empecé a ser mirado. En una de mis visitas a un psicólogo la llegué a comparar a un campo de minas. La relacionaba con el peligro, con algo que me podía llegar a hacer daño. Mi relación con ella cambió y jamás volvió a ser lo que fue pero siempre consideraré que Madrid es una de las mejores ciudades del mundo para vivir. Retrata Paco León en la serie aquellos años en los que Ava Gardner vivió en la capital. Años de vino y rosas, de tablaos y alcohol, de juergas y de sexo. No creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor pero en el terreno de las relaciones personales prefiero pertenecer a aquella época en la que para ligar tenías que salir de casa. Las atmósferas de los bares estaban cargadas de hormonas a punto de estallar mientras que ahora no ves más que restos de gigas.
A todo esto que nadie piense que me quejo de mi vida. No, no es eso. La popularidad te obliga a buscar alternativas para intentar llevar una existencia más o menos normal pero gracias a mi trabajo he vivido experiencias –buenísimas, buenas, malas y regulares- que están vetadas para el común de los mortales. Y, por encima de todo, tengo la libertad de elegir. De seguir en esto o largarme, cosa que lamentablemente tampoco puede hacer la mayoría de la población. Por cierto: me he visto “Arde Madrid” completa en menos de veinticuatro horas. Qué maravilla de serie. Qué talento Paco León, qué barbaridad lo que hace Inma Cuesta, qué gozada disfrutar tanto. Lo malo de verse las series (que te gustan) tan rápido es que te queda un regustillo nostálgico cuando las acabas porque les llegas a coger tanto cariño a los personajes que acabas echándoles de menos. Es domingo por la mañana, cerca de las doce del mediodía, y estoy escribiendo con Lima a mi derecha y en pijama y albornoz. Ahora me entretendré un rato visitando páginas de inmobiliarias, que es una de mis mayores distracciones. Me imagino viviendo en una casa a pie de playa, en un pueblo perdido de Portugal. Y viniendo a Madrid sólo para arder en ella, como hacía Ava Gardner.