Esta semana nos enchufamos en casa una película francesa que cuenta la historia de un matrimonio con dos hijas en proceso de divorcio. Las niñas son pequeñas y francamente insoportables, tanto que a la media hora P. exclama “Qué coñazo tener hijos”. Y yo asiento levemente porque me parece que tiene toda la razón del mundo. Quitamos la película aburridos y hablamos en plan “abuelo cebolleta” sobre los niños y adolescentes de ahora comparándolos con los de la nuestra época. A los dos nos pone de los nervios esa necesidad que parecen tener los padres jóvenes de dejar opinar demasiado a sus hijos. De justificar todos sus comportamientos. De hacerles partícipes de sus decisiones, convirtiéndoles no en sus hijos sino en sus colegas, condenándolos así al limbo de los insoportables. Luego están los que, por circunstancias especiales, han tenido que madurar de golpe y se enfrentan a la vida con una madurez que asusta. Como Claudia, la hija de Alonso Caparrós, que acudió el sábado al Deluxe junto a su padre para compartir con la audiencia de qué manera convive con la adicción de éste. Me llegó al alma cuando nos contó la inquietud que le provocan las salidas de su padre –“No me importa que salgas pero avisa si vas a llegar tarde”, le dice– y no pude evitar llorar cuando con voz entrecortada le confesó que siempre había tenido fe en él. A propósito de la primera entrevista de Alonso Caparrós el crítico Alberto Rey se felicitaba porque en televisión se pronunciaran claramente las palabras “droga” y “cocaína”. Estoy muy de acuerdo con él. En un absurdo intento de proteger a los menores recurrimos a eufemismos para hablar de lo que está en la calle pero les permitimos que se informen mal y pronto en internet.