Domingo, una del mediodía. Tengo a mi madre al lado, haciendo su maleta. Ahora le pediré que me haga también la mía porque soy un desastre con ese tipo de quehaceres. No me gusta hacerlos, pero tampoco tengo mucho deseo en aprender. No sé planchar, no sé cocinar, no sé hacer maletas, no sé conducir. Soy un negado para la vida cotidiana. Mi padre siempre me echaba muchas broncas por ser tan torpe. Pero yo siempre pienso que tampoco me ha ido tan mal. Hace un tiempo de pena, pero ya me da igual. Esta noche volamos a España y dejamos atrás un viaje que poco ha tenido que ver con el que imaginaba. Pensaba que iba a estar todo el día tomando el sol y a punto he estado de coger un resfriado.
Lo mejor: estar con mi madre todo este tiempo. Y constatar que las madres han venido al mundo con una misión: tener siempre la razón. Cuando la mía lea esto me llamará para echarme la bronca. Pero ella ya estará en Badalona y yo en Madrid. La voy a echar de menos, claro. Hemos dormido en la misma habitación, en dos camas individuales bien juntitas.
Si por la mañana le decía que ella había dormido muy bien, me contestaba: “Pues anda que tú, que has roncado y todo”. Cuando viene el fotógrafo de Lecturas, me atrevo a aconsejarle que pose de determinada manera, y ella agradece la sugerencia: “No, si tendrías que ver tú cómo pones la boca”. Las madres son así en cualquier parte del mundo, y tienes que aceptarlo. Y cuando lo haces –y yo lo he conseguido– la relación con ellas es maravillosa. Tanto que me encantaría que el viaje durase más pese a la lluvia. Se ha pasado el día haciendo crucigramas y leyendo. Ella trae sus propios libros. Pero yo le he pasado también ‘Los buenos amigos’, de Use Lahoz, un novelón de esos que a mí me atrapan porque abarcan varias generaciones y me hacen revivir un pasado no tan lejano.