La primera entrevista que hice en mi vida fue a Amparo Larrañaga. Ella presentaba en Barcelona ‘Los ochenta son nuestros’ –una función que había arrasado previamente en Madrid con Toni Cantó, Lydia Bosch, Iñaki Miramón– y yo estudiaba segundo de Filología Hispánica.
Un día me planté en la puerta del teatro sobre las doce del mediodía –me dijeron que llegaba a ensayar sobre esa hora– y después de esperar un rato apareció: la asalté, le pedí una entrevista, me dijo que sí y todavía recuerdo cómo esa mañana llegué dando brincos a la Facultad. Desde que me dijo que sí hasta que me la dio pasaron semanas y durante ese tiempo yo me dediqué a perseguirla por tierra, mar y aire. De eso hace más de veinte años y ella era ya una actriz muy reconocida. Hoy es una estrella. Una de las pocas estrellas de teatro que tenemos en este país. Consigue que todo espectáculo que presente se convierta en un grandísimo éxito. Compro entradas para ver su última obra, ‘El nombre’. Me gasto más de cien euros porque invito a mi novio, a Rober y a Adri. No me gusta pedir invitaciones, me parece una falta de respeto no querer pagar por determinadas cosas. Pasamos el domingo en casa pensando que la función es a las siete y media y cuando llegamos y nos damos cuenta de que la obra lleva media hora empezada me enrabieto. Además no nos dejan pasar porque tenemos entradas en la primera fila y como el teatro está completo tendríamos que armar la marimorena hasta llegar a nuestros asientos. Intentamos sin mucha convicción continuar la tarde pero no lo logramos. Cada mochuelo a su olivo. Al llegar al nuestro me dice P: “¿Sacamos a los perros un rato?”. Y es entonces cuando se me empieza a pasar el cabreo. Amparo, hija, seguiré intentándolo. Lo que me alegra de todo esto es saber que con esta función también tienes el teatro a reventar.