El reality de las Pombo
Una de las frases que más recuerdo de María Teresa Campos: “En esta profesión hay que estar muy pendiente de que no se te pare el reloj”. Hacía referencia a la necesidad de estar permanentemente alerta, atento a todo lo que sucede a tu alrededor para que la realidad no te arrase y te conviertas en un profesional trasnochado. Es un ejercicio difícil, cada día más. Porque todo dura cada vez menos. Y porque, reconozcámoslo: la edad no perdona. Pero el esfuerzo tienes que hacerlo porque si no te conviertes en un coñazo de esos que mira a los jóvenes con ojos entrecerrados al tiempo que piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor. Así que, desprovisto de prejuicios, me pongo el reality de Las Pombo. Y así, a bote pronto, puedo decir que he visto más vida en un tanatorio que en este reality. Es como ver crecer una planta. Lo cual me parece tan inquietante como atractivo. ‘Las Pombo’ me recuerda mucho a esas películas francesas en las que no pasa nada porque lo importante es lo que no pasa. Lo que no se cuenta. Lo que se intuye. Lo que sospechas. Sin pretenderlo, es puro Rohmer. Lo primero que me llama la atención es que Vituco, el patriarca, presuma continuamente de su modélica familia. Me recuerda a esas entrevistadas que se sentaban en un plató y decían muy serias: “Yo soy una señora y él se portó conmigo como un caballero”.
La Rigalt y yo siempre pensamos que todas las que pronunciaban semejante esperpento le habían sacado pasta al maromo en cuestión. Una no va diciendo por ahí “soy una señora” si lo es. Lo mismo para los tíos: cuando alguno se autodefina como “un caballero” echa a correr. A lo que voy: que en la familia hay tomate, creo yo. Y el tomate puede crecer, entre otras muchas matas, en la relación que mantienen las tres hermanas: Lucía, María y Marta. Existe una rivalidad larvada entre ellas que por mucho que pretendan ocultar sale a relucir en varias secuencias. Se quieren pero se vigilan con el rabillo de ojo. Y se juzgan. Y se critican. Y que deben tener unas broncas antológicas lo llevo a juicio, que diría Rafa Mora. Pero no se muestra ninguna. Y eso es lo que me escama. Porque en todo el reality reina una calma chicha muy impostada. Ni un grito. Ni una salida de tono. Emociones de cartón piedra.
Se muestran herméticas
Cuesta conectar con las chicas porque se muestran herméticas, demasiado pendientes de no meter la pata y quebrar esa imagen de gente bien que tantos réditos les ha reportado. En cuanto a los maridos, son meros comparsas. Pablo Castellanos, el de María Pombo, es tierno de tan naif. Zamalloa, el de Marta, es el yerno presuntamente ideal y Álvaro, el de Lucía, es ese tipo de hombre que se hace tanta gracia a sí mismo que no se esfuerza en hacérsela a los demás. ‘Las Pombo’ es, en fin, un campamento de verano de adolescentes tan blanco y tan familiar que asusta. No acabé de verlo por temor a que apareciera Victoria Federica, que es una muchacha muy bien y presuntamente muy antipática que casa a la perfección con todo el paisanaje del reality. Ninguna de las hermanas, por cierto, destaca tampoco por su simpatía. En realidad, no destacan por nada. He ahí milagro: que personas tan ordinarias, tan comunes, tengan una cantidad de seguidoras extraordinaria. Alabadas sean las Pombo. Aunque ellas no lo sepan –y quizás no les guste la comparación– tienen mucho que ver ‘Sálvame’ porque son capaces de tener a la gente enganchada horas, días, años, sin contar absolutamente nada. Y eso, bien lo sé, es algo dificilísimo.