E sta semana he tenido un desencuentro con Pilar Eyre. Ella está entusiasmada con todas las informaciones que tienen que ver con la reina Letizia y a mí me dan bastante igual. Sostiene Pilar que desde que le presenté el libro al presidente no hay quien me tosa. Y, en un claro intento de desestabilizarme tras manifestar mi desinterés por las informaciones que a ella le encantan, me dice que si creo que fui la primera opción para presentar el libro, que seguro que antes rechazaron la proposición unos cuantos. Entonces a mí me da la risa porque me hace muchísima gracia que Pilar piense que paso de Letizia por hacerme el interesante y ella se enfada un poco más después de reaccionar con una carcajada ante su ataque.
Pilar quiere que me enfade
Porque ya ha pasado la época en la que no me cabrea ser primera opción y porque en realidad no le miento con lo de Letizia. Ella, erre que erre, me envía por Whatsapp una felicitación que ha recibido por haber conseguido no se cuántas visualizaciones en no recuerdo qué medio hablando de la Reina. Luego me confiesa que en realidad no sabe si he sido primera, tercera o cuarta opción, que lo ha dicho para enfadarme aunque ha conseguido justo lo contrario: que acabemos los dos muertos de la risa. Tras la trifulca mantenida con mi querida e insigne compañera me pregunto muy sinceramente: “Pero a mí, ¿por qué no me interesa nada de lo que le pase a esta señora?”. Y no tengo clara mi respuesta. Me cae bien desde siempre. Desde el momento en el que apareció en la vida de Felipe y lo más rancio-casposo de nuestro país se rasgó las vestiduras porque la muchacha no tenía una gota de sangre azul en su cuerpo aunque, como se demostró tiempo después, en su cuerpo atesoraba mucha más decencia que reyes, duques y hasta infantas.
Los reyes me aportan tan poco
Me ha costado aprender el nombre de sus hijas y hasta hace muy poco no era capaz de distinguirlas. Tampoco sufría mucho por ello. O sea, que no es que no me interese la Reina porque no la soporte –todo lo contrario–, sino porque sé muy poco de ella. Cuestiones de su cargo. No tengo ningún interés en conocerla porque sé que nuestra conversación no sería más que un compendio de tópicos y lugares comunes. Lo entiendo. Es una Reina. Cómo va a tener una relación mínimamente profunda con un perfecto desconocido. ¿Hacen bien nuestros Reyes en ser tan perfectitos en sus apariciones? Creo que ya no. Personalmente me aporta poco una pareja que acude con cara de póker a actos institucionales. Vivimos en la era del compromiso. Sabemos qué piensa cada uno y a partir de ahí decidimos seguirle o ignorarle. Pretender que comulguemos incondicionalmente con una familia de la que no sabemos de qué pie cojea es una tomadura de pelo. Quizás por eso no me resulte especialmente atractivo estar al tanto de las idas y venidas de la Reina. Solo me gusta si nos lo narra Pilar pero porque ella es capaz de captar tu atención contándote las contraindicaciones de un medicamento.
Soportar desaires
También hay que valorar otra variante: tras una ardua batalla Letizia ha conseguido destruir a todos sus enemigos. Ha ganado todas las guerras y aquellos que la atacan lo hacen desde el resentimiento que les corroe al advertir que la Reina les desprecia. Letizia se ha quedado sin elementos que hagan tambalear su reinado y eso hace que todo lo que la rodea desprenda un aire muy cercano a la tediosa beatificación. No hay nada más aburrido que la vida de una santa. Como cualquier hijo de vecino Letizia no lo es –ni aspira a ello, espero– pero ha tenido que soportar tantos desaires que en medio de una familia política tan antipática y con tan poco escaso atractivo intelectual lo suyo está muy cercano al martirologio.
No exponernos tanto
¿Querría que la Reina tuviera Instagram? Tampoco tanto. De hecho, creo que deberíamos empezar a dejar de usarlo. Autodeclararnos en huelga por nuestro propio bien. Pensar para qué lo queremos. ¿Qué nos empuja a pensar que nuestra vida merece ser expuesta? Es algo que cada vez me pregunto más. Creo firmemente en que deberíamos obligarnos a periodos de desaparición. Me aplico el cuento. Veo a la misma gente en todos los sitios hablando de lo mismo. No hay personaje para tanto podcast. Vamos saltando de podcast en entrevista soltando el mismo rollo porque no nos da tiempo a vivir y a compartir nuevas experiencias. Lo peor es cuando te toca promocionar algo, ya sea un libro, un programa de televisión o una obra de teatro. La competencia es tan complicada que te conviertes en un pedigüeño profesional. Suplicas constantemente que el público se gaste dinero en ti, con el agravante de que cada vez hay menos público y más pedigüeños porque la reflexión más profunda que he hecho durante este parón es que ya no quedan anónimos.
Toca resguardarse
No sé cómo vamos a llenar los patios de butacas si todos somos actores, cantantes o hacemos podcasts en auditorios. Y ya que estamos: ¿podrían los artistas dejar de grabarse en los camerinos antes de actuar? Se me hace muy difícil creérmelos si antes les he visto hacer el canelo mientras se maquillaban. En ‘Sálvame’ mostrábamos tanto las tripas del programa que convertimos esa disciplina en arte. Fueron quince años. Por la famosa ley del péndulo ahora toca lo contrario. Resguardarse. Fomentar el misterio. Solo así volveremos a conseguir interesarnos por lo que nos rodea. Hasta por Letizia.