Supliqué que me pasaran el programa de Las Campos antes de que se emitiera porque no podía esperar hasta el jueves. Conseguí mi propósito y, una semana antes, encerrado en la habitación de un hotel, vi dos capítulos en mi portátil. Por la noche, con los cascos puestos, como si estuviera cometiendo un acto clandestino. Desconozco cómo irá en audiencia pero a mí me ha parecido un programa de culto. Un espacio para disfrutar en soledad, recreándote en los detalles, en esos momentos en los que parece que no pasa nada y suceden multitud de cosas a la vez: un reparar en cómo está decorado un salón, una habitación, a ver qué cubertería utilizan, ¡pero si salen sin maquillar! ¡uy, esos gestos! En materia de realities, Las Campos es lo más cercano a Chejov que conozco. Ritmo lento –casí agónico en algunos momentos-, miradas cargadas de doble y hasta de triple sentido, escenas costumbristas propias de casas de veraneo en localizaciones muy cercanas a Madrid. Intuyo que a la madre y a la hija le van a caer hostias hasta en el carné de identidad. Entra dentro de la lógica pero a mí, en televisión, si hay algo que me desmotive y me aburra es precisamente eso, la lógica. Las Campos ofrece varias lecturas: desde una versión televisiva de 'El crepúsculo de los dioses' hasta una vuelta de tuerca a lo canalla de lo de Bertín. Una estética elegante con cierta tendencia a la frialdad contrasta con la grandilocuencia de la mansión de Madre Campos. El reality engancha por disparatado. Le ayuda una ambientación musical que te empuja a la carcajada y una Terelu que, por fin, se muestra sin caparazones. Y ese creo que es uno de los grandes hallazgos del formato y que merece comentario aparte.