En mi casa se almorzaba y se cenaba con la tele puesta. En el desayuno, no se ponía porque para qué, no había programación. Madre mía, gente de mi quinta, echad mano de la memoria. ¿Os acordáis que había segmentos horarios en los que no se emitía absolutamente nada? Con mi ex, también nos gustaba picar algo delante de la tele para ver grandes acontecimientos: alguna gala de ‘Gran Hermano’ que se avecinara tormentosa o algo por el estilo. También veíamos documentales, ¿eh? Porque pertenecemos a la rama de los homosexuales ilustrados.
Ahora, siempre que tengo que comer algo –da igual el tramo del día–, me pongo el ordenador y buceo en YouTube. Rescato entrevistas de personas que me interesen y me entretengo mucho con la televisión argentina. Ahora estoy siguiendo a Nacha Guevara, que está trabajando en un programa que se llama ‘Cantando 2020’, de jurado. Sus valoraciones son oro puro, clases magistrales no solo del arte sino de la vida también. Recomiendo que no os perdáis una masterclass que impartió en la RESAD de Madrid hace varios años. La encontraréis también en YouTube.
Pero he de confesar –y me cuesta hacerlo– que últimamente me he enganchado a algo que me da hasta un poco de apuro reconocerlo en público. Allá voy. Me paso horas muertas escuchando a Federico Jiménez Losantos. No el programa de Federico en esRadio, no. A Federico. Me sobran absolutamente todos sus colaboradores. No los necesita. Jiménez Losantos es capaz de llenarte cuatro horas diarias de radio –o siete, o doce– sin despeinarse. Escuchar a Federico me entretiene porque es como ponerte al día de las cosas que pasan en el país que vivimos los dos pero que yo no reconozco. No sé si me explico. Es como que te hablan de personas que conoces –Pedro Sánchez, Iglesias, Casado– pero de una forma como si no las conocieras. Porque lo que él cuenta no tiene nada que ver con lo que tú imaginas, intuyes, piensas o, en realidad, sucede. Es un universo distinto. Nada que ver con el Universo Mediaset, que es la creación de una realidad paralela regida por normas propias y con personajes propios. Porque los protagonistas de las charlas de Federico son los mismos que para el resto de españoles pero no tienen nada que ver con una dimensión más o menos cotidiana. El prisma de Federico los deforma de tal manera que se convierten en otras personas. Y eso engancha porque es una novela hiperbólica, exagerada, mágica por su exuberancia.
Una cosa es que larguen a Cayetana Álvarez de Toledo y otra escuchar a Federico contar los motivos por lo que lo han hecho. Es todo tan ciencia ficción que, al final, te pasa como con los ovnis, que acabas preguntándote si habrá algo de verdad. Losantos es una explosiva mezcla de Nostradamus, el polígrafo de Conchita y esa anciana zumbada que por las noches reparte espinas de pescado a los gatos. Me ha puesto muy bien y muy mal y lo entiendo porque somos iguales: no escuchamos. Y nos cabreamos cuando alguien piensa distinto porque creemos que poseemos la verdad absoluta. Y por eso yo no me podría nunca enfadar con él porque, cuando habla de mí, es como si hablara de otra persona.