Leo –por encima– en El Mundo un artículo firmado por Consuelo Font en el que explica que el especial que hicimos el martes sobre Rocío Jurado la retrotraía a la España de pandereta. ¡Ay, la pobre! Consuelo, no Rocío. Para escribir eso hay que ser no ya moderna, sino tres pueblos más allá. No es el caso. Consuelo Font, al igual que tantas y tantas redactoras, se han quedado ancladas en tiempos mejores que jamás volverán. Viven de exiguas rentas, de destripar lo que hacen los demás, de establecer criterios éticos acerca del trabajo ajeno. Es esta una especie que se da mucho en Madrid. En la capital trabajar, trabajar, lo que se dice trabajar, lo hacen muy pocos. Pero son muchos los que sobreviven hurgando en la labor de los otros dándole un poquito la vuelta y vendiéndola como propia. Sus apellidos os sonarán, son los de toda la vida, pero lo que quizás no os suene es la última noticia que han dado porque no existe. Intentan sacar un poco la cabeza contando que han hablado con la Preysler o que han cenado con Tamara Falcó, pero de lo que interesa, ‘nastis de plastis’. No se manchan, prefieren que lo hagamos los demás y luego comentar con la nariz arrugada, presas de un gran hastío vital. Sobrevivirán, como el corcho. Los que nos arriesgamos, sin embargo, nos perderemos en el olvido, que es un lugar mucho más reconfortante y agradable que la nada. Por cierto, ‘El último viaje de Rocío’ me pareció puro vanguardismo televisivo. Hacer un programa de cuatro horas sobre una caravana me parece propio de mentes privilegiadas. Los que son incapaces de ver más allá de lo obvio, no hacen más que retratarse a sí mismos y a su carcundia.