Aterrizo en Fiji buscando playa y me encuentro con que tengo que echar mano de la ropa de Sídney: jerseys de manga larga para desayunar. Y a veces incluso una mantita. Llueve y hace frío, no hay nada más que añadir, señoría. Bueno sí, que el hotel es tirando a espantoso, por decirlo finamente. La decoración de la habitación es fea como la madre que la parió. Los vasos y las copas son de un plástico que lleva más de mil lavadas. Como viajo con un matrimonio amigo, había solicitado una cama supletoria. Cuando la veo, se me cae el alma a los pies, pero no digo nada porque soy muy sufrido. Supongo que pensaban que el muchacho que la iba a ocupar tenía quince años y no casi cincuenta. El caso es que durante los ocho días que estamos en ese hotel no consigo pegar ojo. Adjunto foto que así lo testifica. A través de las redes, veo lo bien que se lo pasa la gente en las fiestas de La Paloma en Madrid o en la Feria de Málaga y me pongo mustio. Echo de menos el Mediterráneo. Y mi casa. Al irnos nos damos cuenta de que los huéspedes que habían ocupado previamente la habitación se olvidaron en un cajón camisetas y calzoncillos usados. No sé si cortarme las venas o dejármelas largas.