Quiero un novio como Montoya. Un novio que se pase el día entero diciéndome “churrita mía”, “picha”, “gordi” o lindezas por el estilo. Quiero un novio como Montoya, un caballero que se vista por los pies, un hombre que me tenga en un altar, que me pasee por las calles con la misma devoción que le profesa a un paso de Semana Santa. Un hombre que me aplauda cada mañana con el mismo fervor que lo haría en una caseta de la Feria de Abril a las tres y media de la madrugada. Quiero un hombre como Montoya. Un hombre que no deje de hablar en ningún momento, que no razone, que no escuche. Porque la ausencia de conversación es lo que, verdaderamente, mata a las parejas y con Montoya tienes carrete asegurado. Como no se calla nunca es imposible que te deje tiempo para pensar en esas cosas que tanto acongojan al ser humano: la muerte, la incertidumbre, el futuro y zarandajas similares.
Fenómeno televisivo
Un hombre como Montoya es un pasaporte a la felicidad, un peldaño hacia el arcoíris, un cotillón perpetuo. Quiero un novio como Montoya. Un hombre que no te lea la vida sino que te la cuente, porque está demostrado que leer vuelve a los hombres taciturnos, reflexivos y melancólicos. Y así no se vive la vida. Yo quiero una vida loca al lado de Montoya. Quiero un hombre que me saque de quicio para combatir el aburrimiento existencial que te invade mientras llueve sin cesar. No quedan hombres como Montoya. Tan comprometidos única y exclusivamente consigo mismos. Montoya es uno y ciento volando a la vez. ¿Cómo hemos podido pasar tantos años sin él?
Telecinco
Para los que dicen que la televisión está muerta ahí tenemos un claro ejemplo de que está más viva que nunca. Bendita televisión que nos ha puesto a Montoya en nuestras vidas. El jueves debuté con él en ‘Supervivientes’. Lo reconozco: me ganó desde el primer momento. Tiene ese ‘algo’ que atrapa. Profundamente hipnótico. Da igual que repita sus argumentos, que no salga de su bucle, que dé las mismas vueltas sobre el mismo tema. Porque no es tan importante lo que cuenta sino cómo lo cuenta. Cuando nos habla de lo que ha sufrido por amor –su monotema– lo hace siempre desde una sinceridad apabullante. Aunque su pena tenga ya unos cuantos meses la sigue sintiendo como si hubiera nacido ayer.
Montoya es exageración en estado puro. Quizás por eso gusta tanto. Porque parece imposible que viva cualquier suceso, por peregrino que sea, con tanta intensidad. Se emociona tanto hablando del amor como de la caída de la hoja de un árbol en Estocolmo. Lo mismo le da, todo le vale para ponerse como las cabras. Uno se da cuenta de que alguien triunfa cuando empiezan a surgir dudas sobre su manera de ser y empieza a correr el argumento de que “es un personaje”. Ahí es cuando te das cuenta de que estás ante un verdadero fenómeno televisivo.
Y Anita pasando de todo
Ya lo dicen de Montoya, claro. El encuentro con Manuel en Playa Misterio fue oro. Hacen arte de lo absurdo. Tragedia con lo nimio. Son los Pajares y Esteso revisitados con toques adulterados de Tip y Coll. Y sobrevolándolos está Anita, que quizás en algún momento de la conexión llegó a pensar que debía revisar su sentido del gusto. Porque los dos maromos juntos son mucho. Ciclogénesis explosiva y arrasadora. Anita pasaba de todo mientras Montoya y Manuel se mataban.
Telecinco
Hasta que llegado el momento de enfrentarse a la adversidad de una dura prueba, ‘los Bros’ se daban ánimos mutuamente porque una cosa es pelearse por unos cuernos y otra bien distinta jugar con las cosas de comer. Bendita juventud que pasan del amor al odio en cuestión de segundos y a veces, incluso, consiguen el más difícil todavía: la convivencia de dos sentimientos tan dispares, volviendo así del revés al espectador. Una locura. Qué chicos estos.
Mila era un poco Montoya
La semana pasada se cumplieron cinco años del confinamiento. El viernes 13 de marzo de 2020 hicimos un especial en el ‘Deluxe’ en el que estaba Javier Ruiz. Recuerdo que me dijo: “He hablado con economistas –creo recordar que del Banco de España– y me han asegurado que como esto dure más de quince días nos vamos al garete”. Duró mucho más, ya sabéis. Tanto, que ni me acuerdo. El mundo no se acabó aunque parece que estamos empeñados en ir destruyéndolo cada día un poquito más. Un año y pico después de que se decretara el estado de alarma se nos fue Mila. Mila también era un poco Montoya: cuando cogía un hueso le costaba soltarlo.
Entraba en bucle con suma facilidad aunque tenía la habilidad de salir de él cuando la ponías frente al espejo. Encajaba bien que cuestionáramos sus trascendentales problemas porque enseguida se daba cuenta de que era más feliz de lo que creía. Cuando me veo a mí mismo quejándome de alguna idiotez paro y me acuerdo de lo que me decía: “Penas de señorito”. Pues eso. Se me fue Mila y con su partida dije adiós a una de las cómplices más maravillosas que he tenido en mi vida. Tengo un cuadro de ella justo antes de entrar en mi habitación y no hay día que no le dé un beso o que le pida que me eche una mano con cualquier asunto. Con su muerte me hice mayor.
Cada día que pasa sin encontrar a alguien como ella es un día perdido, así que desde entonces ya llevo unos cuantos. No es lo mismo quedarse sin un colega a los treinta que a los cincuenta. Pero desde aquí le pido, que sé que me lee cada semana por si la nombro, que me envíe una dosis de locura porque últimamente estoy demasiado centrado. La sigo echando mucho de menos. Se han desmoronado demasiadas cosas desde que se fue. Y la reconstrucción no es fácil cuando te vas quedando sin compañeros de viaje tan apasionantes.