Estos días han estado marcados por la vuelta a los orígenes de la separación entre Belén Esteban y Jesulín de Ubrique. Han pasado casi veinte años de la historia y al poner los vídeos de la época los colaboradores y yo mismo no hemos podido apartar los ojos de la pantalla.
Ahí es cuando te das cuenta de cuando una historia tiene fuerza o no: si aprovechas para mirar el móvil, malo. Si en plató se hace el silencio, maravilla. En mayor o menor medida todos los que trabajamos en Sálvame hemos vivido la historia de Belén. La conocemos desde el principio de los tiempos y nos sabemos su biografía al dedillo. A lo largo de todos estos años ha cometido errores, claro. Y muchos de ellos alentados por los medios para los que trabajaba, no seamos hipócritas.
Pero si hay algo que la avala es su coherencia. Lleva contándonos veinte años lo mismo y es ahí donde radica su grandeza. Ahora que estamos removiendo la historia gracias a unas cintas de Diego Arrabal que tienen la friolera de veinte años, Belén vuelve a la palestra y lo hace como jamás lo hubiera imaginado: con frialdad, distanciamiento y a veces incluso con fina ironía. Es curioso pero su historia ya no es su historia. El cabreo continuo que antes marcaba su vida ha dado paso a una estabilidad que le permite enfrentarse a épocas convulsas de su existencia con una tranquilidad pasmosa. Tenemos muchas más herramientas de las que imaginamos para cambiar aquello que no nos gusta. Sólo tenemos que parar, pensar y tomar decisiones. Para que la vida sea entretenida tampoco necesitamos tantos fuegos artificiales.