La investidura de Pedro Sánchez me pilla en Brasil, en la playa. Me alegro, como todo el mundo sabe, pero tampoco voy a dar la turra con este asunto. Así que prefiero hablar sobre la carne. La exaltación de la carne. El poderío de la carne. La alegría de la carne. Todo eso y mucho más es lo que se vive en una ciudad como Río de Janeiro, en la que debería ser obligatorio que todo ser humano viviera una temporada de su vida. Eso sí que es ‘Sensación de vivir’ y no la mítica serie de los noventa. No conozco ciudad más sensual que Río. Voluptuosa, exuberante. A las cinco de la mañana ya está el sol en danza y las playas empiezan a llenarse.
Amor propio
Hace mucho que no voy a una playa en España. Con lo tímido que soy me da vergüenza que me reconozcan tomando el sol y no tener escapatoria. Por eso disfruto tanto del anonimato en una playa donde sea posible confundirme con la gente. Además, el hecho de que puedan hacerte fotos en bañador te hace estar con las alertas disparadas. Y aún así, nunca sales indemne. A no ser que tengas un físico espectacular –y no es el caso–, tienes altas probabilidades de que al pillarte a traición salgas hecho un ecce homo. Ahora que no salgo en la tele y que no tengo proyecto a la vista vivo de una manera mas relajada el asunto del físico. Antes pedía siempre en los hoteles una báscula. Me pesaba todos los días y estructuraba la jornada según el peso: hacía más o menos deporte, tenía más o menos miramientos con la comida. Me fastidiaba la idea de volver de vacaciones con algunos kilos de más y que me llamaran gordo. No solo me fastidiaba: me creaba ansiedad. Y esa ansiedad no me ayudaba a controlarme así que, al final, recuerdo mis vacaciones luchando contra los complejos de culpa que me acompañaban si decidía tomar postre. Hace un par de días, al ver a un muchacho espectacular, le dije a mi compañera de viaje: “Debe ser maravilloso ser guapo. Llegar a un sitio con seguridad y dominar el cotarro por tu cara bonita”. Pero también es verdad que la gran mayoría de guapos y guapas que he conocido esconden un complejo con alguna parte de su físico que al resto de la humanidad le parecería absurdo. Excepto a ellos. No conozco a nadie que se encante del todo. Que se acepte sí, pero ese es otro cantar. Hace poco di por Instagram con unas reflexiones de la actriz Teresa López Cerdán. Confesaba que a los 11 años pensaba que el amor no era para ella porque era una adolescente gorda. Y que le gustaría, ahora de mayor, acercarse a esa niña y decirle que lo que ella pensaba era mentira. Que cuando cumpliera años la verían guapa y sería objeto de deseo. “Es muy guay –remataba Teresa– ser ahora esa persona que le dice a las adolescentes gordas del mundo: no seas tonta, te van a querer. Y va a llegar un punto en el que si no llega ese amor te va a dar igual porque el tuyo es el que cuenta”. Que eso es algo a lo que deberíamos aspirar los gordos, los delgados, los medio gordos, los medio delgados y la humanidad en general. Las palabras de Teresa sobre el amor tienen mucho que ver con lo que dice la terapeuta argentina Nilda Chiaraviglio. Atención: asegura que la gente feliz no se enamora. Curioso, ¿eh?.
“Estoy mejor que nunca”
Sigo con el físico. Recordad, estoy en Río, la gente va a los bares por la noche en bañador. La cámara de televisión radiografía. Después de casi treinta años estando delante he desarrollado una curiosa habilidad. A través del físico de un profesional que salga muy a menudo en pantalla puedo asegurarte si está contento con su trabajo, si lo detesta, si está enamorado, si bebió la noche anterior porque salió de juerga, si bebió la noche anterior porque no está conforme con su existencia, si está tonteando con alguien o si da por perdida la lucha contra los kilos de más. La liberación que produce no someterte diariamente al escrutinio del ojo ajeno es sanadora. Y también lo debe ser cumplir años, aunque eso implique aceptar –no sin cierto dolor– que a determinada edad cada año que pasa vas adquiriendo un grado más de invisibilidad. Es ley de vida. Nos pasa a los tíos y a las tías. Y cuando antes lo aceptes, mejor. Como la jubilación. Hay que ir preparándose para cuando llegue ese momento –que llegará– en el que el trabajo no sea la espina dorsal de tu vida. El caso es que tanto escribir sobre el físico y yo me veo ahora mejor que nunca porque también es ahora cuando menos me importa lo que me digan. Y eso que no se han quedado cortos. Hoy le recordaba a C. en el almuerzo que una vez que fui a Málaga a una rueda de prensa un redactor escribió sobre mí que se había quedado muy impresionado porque era más gordo en persona que en televisión. Que le resultaba algo inaudito porque siempre sucedía lo contrario. No lo olvidaré nunca. P. me ve ahora tan buenorro que se encarga de recordarme constantemente que a él le tocó disfrutar lo que le llegó de AliExpress.
Selfies y redención
Conocí Río de Janeiro hace casi 20 años, en un viaje con mi madre, mi hermana y mi sobrina. Durante toda la semana no paró de llover más que dos días. Yo estaba que me subía por las paredes, menos mal que mi familia siempre estaba ahí para quitarle hierro al asunto. Recuerdo que una noche llamé a Luis –director de esta revista– y le dije: “Luis, estoy en un hotel espectacular enfrente de Copacabana. Llueve sin descanso. Solo te voy a decir que con los años, al recordar este viaje, no permitas que me mienta y diga que estuvo bien”. Y sin embargo han pasado los años y recuerdo aquel viaje con muchísimo cariño. Y al volver al Cristo Redentor me acuerdo con una sonrisa de las apuraciones que pasó mi madre con esas escaleras que parecía que no se acababan nunca. Este año, sin embargo, las escaleras sirven para que unas señoras aguarden su turno y se coloquen estratégicamente debajo de él para lograr el encuadre ideal. Hasta ahí perfecto. Lo que me asombra es que posen ante el Cristo con unas posturitas que para sí las quisieran aquellas modelos de calendarios de camioneros de los años 80. En la era de Instagram, lo mismo da posar delante de un Cristo imponente o del Golden Gate. Lo importante es salir favorecidos.