Está rara Anabel. Muy rara. No sé si ella se da cuenta, pero ya no es la que era. Antes se reía mucho y ahora está permanentemente cabreada. Diríase que el gen Pantoja está adueñándose de ella y se enfrenta a la realidad imaginando que el universo se confabula para hacerle la vida imposible. Anabel es consciente de que su personaje tira y en demasiadas ocasiones hace gala de unas maneras que no la benefician. A nivel profesional es una joya contar con un personaje así: inseguro, soberbio, mandón y a veces orgulloso. Es como una continuación de su tía pero sin su talento, es decir, una auténtica locura andante con patas. Ella ya se ve personaje y no satélite de ningún familiar –ya sea tía, primo o prima– y comete todos y cada uno de los errores de los personajes principiantes que se dan de bruces con la popularidad. A mi programa le va de cine, pero a ella toda esta historia le hace sufrir demasiado. Sin embargo, el sufrimiento no le hace recapacitar. Quiere ser feliz sin variar ningún detalle de su comportamiento y eso es imposible. Ojalá se cuidara tanto por dentro como lo hace por fuera. Le presta más atención a hacerse una foto para su Instagram que a cuidar su alma. Y así, querida Anabel, no hay quien salga de ese pozo en el que irremediablemente vas a caer tarde o temprano. Y no me refiero precisamente al luminoso Pozo Izquierdo –su lugar en el mundo, en Gran Canaria–, sino a ese lugar oscuro y triste en el que acaban las personas que no son capaces de preguntarse qué hacen mal en sus vidas.