Son las diez de la mañana del viernes. Después de la gala de ayer he dormido regular. Salí de trabajar con taquicardias de felicidad. La tercera gala de Supervivientes 2017 ha sido una de las más vibrantes de la historia del reality. Pasó de todo y por su orden y la audiencia se quedó pegada. Esta mañana nos hemos despertado con un resultado excepcional: un 24.9.
Es curioso lo que me pasa con este concurso. Sobre las ocho de la mañana ya estoy despierto pero me da vértigo mirar el móvil para ver la audiencia. Prefiero dejar pasar una hora y media o dos. Entonces le quito el modo avión y compruebo cuántos WhatsApp he recibido. Si hay muchos es que la cosa pinta bien. En fin, manías que se desarrollan trabajando en televisión y que no me hacen ninguna gracia.
A estas alturas no sé qué va a hacer Alba Carrillo. Ayer su madre decidió abandonar y ella estaba en un sí es no. Siento pena por Alba, ninguna por su madre. Viven envueltas en una extraña relación que las conduce a una permanente infelicidad y a comportarse como si el mundo, el universo, el cosmos y el sumsum corda estuviera en contra de ellas. En el concurso Lucía ha ejercido una influencia dañina sobre su hija. La ha sacado de quicio, ha impedido que confraternizara con el resto de compañeros y en ningún momento ha permitido que Alba creciera como concursante.
Hemos visto que Alba ha intentado liberarse de la tela de araña que su posesiva madre ha tejido en torno a ella pero no es esa una tarea fácil. Son muchos años juntas y demasiados lazos emocionales contaminados. Tiene mal futuro Alba. Ha salido de todos los trabajos escopeteada. Es muy inestable y emocionalmente imprevisible. Tengo suficientes motivos para no soportarla pero hay algo en ella que me produce ternura, quizás porque la veo víctima de una madre controladora y poco dotada para las relaciones afectivas.