Viernes, una de la tarde. Nubes y claros aunque los partes meteorológicos nos aseguran que el sol está a punto de aparecer y que nos espera un verano caliente a más no poder. Creo que es la primera vez en muchos años que no me pilla el cuerpo con ganas de verano.
Debe ser por la cuestión de las fases, que me tiene un poco descontrolado. Yo ahora estoy en fase “no quiero pensar” porque si le doy vueltas al cerebro corro el riesgo de chillar o maldecir.
Así que me levanto por la mañana y actúo como si nada. Desayuno, hago deporte, voy a trabajar. Lo de siempre pero como si me limitara a repetir actos de manera mecánica, con la desesperanza instalada en el cuerpo porque no tienes ni ganas de que te pasen cosas. Porque con las cosas que pasan últimamente, mejor quedarnos como estamos. Qué asco. Para lo que hemos quedado. Maldito conformismo.
Con lo que me gustaba a mí una sorpresa y ahora odio los sobresaltos. Mi reino por la asquerosa estabilidad. Por primera vez desde que comenzó el confinamiento comienzo a sentir una leve angustia. Me siento atrapado en la ciudad, empieza a pesarme no poder coger un avión y desaparecer de mi realidad para olvidarme y olvidar.
No me vendría mal un poco de sol y playa y poner la mente en blanco mientras escucho música facilona. Empiezo a ser consciente de que a partir de ahora tengo que empezar a acostumbrarme a convivir con las malas noticias. Cosas de la edad, claro. Hay épocas que transcurren entre despedidas de solteros y bodas, y luego otra en la que las visitas a los hospitales empiezan a convertirse en algo más o menos habitual. Vas a ver a amigos o a que te vean a ti, pero el caso es que vas.