La noche pintaba bien desde el principio. En interpretación nos pusimos tontorrones con unos textos de cabaret tan absurdos como picantes y llegamos a la cena con el cuerpo pidiéndonos jota.
“Pizzas para todos, quién dijo miedo”. Corrió el vino con cierta rapidez y no sé cómo acabamos hablando de los personajes televisivos que marcaron nuestra infancia y/o adolescencia. Yo me acordé de Charo Pascual, aquella mujer flaca como un hilo que daba el tiempo de una manera muy peculiar. Se hizo tan popular tan popular, que acabó harta del mundanal ruido y se metió a monja en un convento de Londres. Pero la que me trajo loco durante muchos años fue Isabel Tenaille. Estaba enamorado de ella. Seguía sus pasos en la tele y en las revistas. Se quedó viuda muy joven y luego creo que se volvió a casar. Si me lee, que sepa que la adoraba. Al final acabamos hablando de una presentadora que era tan buena profesional como tacaña. Uno de nosotros trabajó con ella de becario y cuando todos los días le mandaba a por un donuts de la máquina le daba las diecisiete pesetas que costaba justas, no fuera el muchacho a hacerse rico con los cambios. Después de dos limoncellos por barba decidimos ir a tomar la última a un club al que hay que entrar con contraseña. Los del grupo casi en pleno nos lanzamos a llamar casi con desesperación al timbre pero no hubo éxito. Demasiado temprano. Como no había quien nos acostara acabamos en un karaoke de la Gran Vía. Supongo que a los dueños no les haría maldita la gracia pero a nosotros nos encantó que sólo hubiera tres personas. Mila y Valldeperas destrozaron ‘Olvídate y pega la vuelta’, Maeso hizo una versión muy sui generis del ‘Mi querida España’ y yo intenté lucirme con ‘Agapimú’. Antes de largarnos nos subimos todos al escenario –P. incluido, y eso que es muy tímido– a ejecutar con todas nuestras fuerzas ‘Sarandonga’. A Lolita todavía le deben estar retumbando los tímpanos.