Albert Rivera ha vuelto. ¿Para qué?, me pregunto. “Para sí mismo”, me respondo. Vuelve guapo y lozano que es lo único que puedo decir de él porque de todo el maratón de entrevistas que se ha pegado esta semana para promocionar un libro no he visto ni una. No me interesa nada su vertiente política. Lo que opine sobre España, el rey, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o la aurora boreal me la trae bastante al fresco. A mí lo que me podría hacer gracia de Rivera es verlo comentando realities. Pelearse con esa vena tan pandillera que exhibía en el Congreso contra uno de los solteros de ‘La isla de las tentaciones’ o haciéndose un polígrafo basado en chismes costumbristas de su antigua profesión. Albert Rivera es demasiado joven para convertirse en un jarrón chino y demasiado guapo para no prodigarse en platós escandalosos rebosantes de fluidos libidinosos. Ha dejado la política –bueno, más bien al contrario– y dice que está feliz. Muy bien. Ahora solo falta que se desmelene y fiche por Mediaset. Lo veo más haciendo pandilla con Kiko Matamoros que convertido en la conciencia de un país que está hasta las narices de Pepitos Grillos.