Ni historia. Ni icono. Ni mito. A él no hace falta definirlo de ninguna manera. Basta con decir su nombre: Raphael (73). Hace 55 años, cuando empezó, el cineasta Mario Camus vio que su lado bueno era el izquierdo, y todos los decorados de sus películas y el diseño de las secuencias se hicieron teniendo esto en cuenta. Hoy lo recuerda posando de frente, con una fuerza en la mirada inigualable. Es único y juega con ventaja: posee la sabiduría de la madurez y, gracias a un trasplante de hígado que le salvó la vida en 2003, dice que se considera un chaval “clínicamente”. Presenta nuevo disco, ‘Infinitos bailes’, sin haber terminado la gira ‘Raphael sinfónico’. Un disco en el que, reconoce, ha recibido una gran ayuda de su hijo Manuel. “El 50 por ciento se lo debo claramente a él”, asegura.
Raphael, eres incansable.
- Soy organizado. Un poquito loco también [risas]. Loco por cantar.
¿De dónde sacas tanta fuerza? ¿Nunca has dicho: “Ay, qué coñazo otro día más”?
- Claro que hay momentos así, pero yo me echo a dormir [risas]. El gran secreto de todo esto, aparte de la ilusión que tengo por las cosas, que es muchísima, es que tengo muy bien estipulados mis tiempos de descanso. Si estoy en concierto, que es casi siempre, como a las 12 del mediodía porque ahí es cuando descanso de verdad. Porque la noche anterior he cantado y tras cantar, me quedo muy alterado y me cuesta mucho dormir. Después de comer, hago mi siesta hasta las cuatro, aunque no me duerma, pero entro en una relajación que me hace recuperar toda mi electricidad. Me ducho y, hala, para el teatro de nuevo. Y ya estoy listo para destrozarme otra vez en el escenario.
¿Cuántos años llevas sin bajar el pistón?
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