A Leonor se le da bien viajar sola. El aplomo que ha mostrado en su visita a Portugal, combinado con su sonrisa juvenil y sus ojos alegres y chispeantes, no lo ha mostrado nunca en público hasta ahora. Sin las reprimendas de mamá, sin tener que esforzarse en mediar en situaciones incómodas, sin necesidad de apoyarse en su hermana que, al fin y al cabo, va a tener un futuro muy distinto al suyo, ha podido desplegar su auténtica personalidad y su formación impecable.
Un buen estreno
Desde que llegó al aeropuerto y fue recibida por el presidente Rebelo de Sousa, al tomar ella la iniciativa de darle dos besos además de la mano, enamoró al presidente, que le dispensó el trato de abuelo cariñoso, y a todos los portugueses. Lucía un traje pantalón rojo, demasiado clásico según algunos –es de su madre– pero para mí muy apropiado, ya que Leonor no es una estudiante cualquiera haciendo Interrail, sino la futura reina de España y debe llevar ropa adecuada, no a su edad, sino a su cargo. Simplificando las cosas, sería como si un alto funcionario del estado se presentara en su trabajo vistiendo vaqueros y camiseta, por joven que fuera. El pelo más oscuro le aporta seriedad, y la ausencia de joyas, aparte de los pendientes, hace que el mensaje sea más directo: aquí estoy para lo esencial, pero aun así comprendo que la imagen es una muestra de respeto a los ciudadanos. La preparación del viaje fue impecable, excepto en un detalle: la primera visita de Felipe y Letizia como reyes no fue a Portugal, sino al Vaticano, algo que no tendría importancia si no nos lo hubieran remarcado varias veces, incluso en el discurso oficial de Leonor. Es un detalle fácil de comprobar y sorprende que se haya pasado por alto a las treinta personas que, según dicen, estuvieron planificando esta primera visita oficial de la heredera.
Momento solemne
La ofrenda floral a la tumba del poeta Luis de Camoes en los Jerónimos fue importante, más que por la visita en sí, por el protocolo diseñado para la princesa. No tuvo ningún gesto religioso, que hayan recogido las cámaras por lo menos, ni ante las imágenes que presidían los altares, ni ante la tumba. Se limitó a estar en posición de firmes mientras sonaban cornetas. En una iniciativa espontánea, que reveló su atención a los detalles, arregló las cintas de la corona y fue el único instante en las ocho horas que estuvo en Portugal que apeó muy oportunamente la sonrisa. La solemnidad del momento lo requería.
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