En la novela de Pilar Eyre Un amor de Oriente, aparecida en octubre del año pasado, se describe al detalle la apasionada relación que mantuvieron Julio Iglesias y María Edite Santos, y qué repercusión tuvo esta infidelidad en el matrimonio de Julio con Isabel Preysler. Un relato minucioso y vibrante que Lecturas ofrece en exclusiva. Por cuestiones legales, en el libro Julio e Isabel y el resto de personajes aparecen con otros nombres.
Julio y la portuguesiña
«Hoy actuación de Luis Campos y el ballet flamenco Los Amayas», rezaba una pancarta que se bamboleaba peligrosamente sobre los viandantes por culpa del fuerte garbí que soplaba desde la mañana. La discoteca Las Vegas se alzaba frente al mar, al final del paseo de Sant Feliu de Guíxols, claro que entonces no se llamaban discotecas, sino boîtes. Horadada bajo una roca, era grande, oscura y húmeda como un túnel y estaba abarrotada de gente. Una mescolanza típica de la Costa Brava: los ricos del textil de toda la vida que veraneaban en grandes «torres» como fortalezas inexpugnables, turistas, franceses sobre todo, y pescadores autóctonos que salían al amanecer con sus barcas a hacer la sardina.
Las mujeres mostraban sus cuerpos semidesnudos, bronceados y brillantes como peces, y los hombres iban con niquis Fred Perry y los jerséis anudados a los hombros dejando caer lánguidamente las mangas sobre el pecho. Los nativos observaban todo con socarronería calculando si esa noche también se podrían llevar a la playa a alguna extranjera borracha para magrearla y lo que se tercie, tumbándola encima de las redes de pesca.
Catorce de julio de 1975. El día tiene su enjundia, porque luego, mucho más tarde, esa fecha tendría gran importancia en una sala de justicia, y el futuro de un muchacho dependería de ella.
Muriel entró con algo de miedo. Fuera, el sol todavía alumbraba hundiéndose en el mar en una hemorragia de rojos y nubes de tormenta, y el interior, por contraste, presentaba oscuridad de gruta en la que apenas se podían distinguir los rostros por el humo azulado de los incontables cigarrillos. A vaharadas llegaba de vez en cuando el aroma dulzón de la marihuana.
Dijo:
—Buenas noches.
Pero nadie le contestó; solo un hombre, colilla en ristre, la observó de arriba abajo y luego guiñó el ojo a la concurrencia en general.
La sala donde actuaba Luis estaba al fondo, tras una cortina.
Se sentía aún insegura. Era su primer viaje después de tener a Francisco, que acababa de cumplir dos meses. Sí, Francisco, como el querido hermano muerto, pero no le llamaban Frank, hubiera sido demasiado doloroso, sino Quico. Pero como de ese hermano no se hablaba, a los periodistas se les dijo que era el nombre de un tío abuelo. Era un bebé callado y de aspecto frágil que miraba el mundo con ojos de viejo.
Los tres niños se habían quedado en Guadalmar con Cris y las chicas de servicio. A las dos filipinas se había incorporado una niñera nueva, Elvira Olivares. Una mujer pequeña y algo adusta pero que se había encariñado inmediatamente con aquel pedazo de vida que parecía reclamar ternura a gritos.
A Márely y a Luis les daba un poco de miedo, incluso a Nuky, pero los tres la obedecían sin rechistar. Gracias a Elvira, un nuevo miembro se había incorporado a la familia: un cocker spaniel. La Seño había dicho:
—No se preocupe, que ya lo sacaré a pasear yo.
Quico pretendía darle su biberón al perro y lo abrazaba, no haciendo ninguna distinción entre él y sus hermanos.
Muriel se acodó en la barra. Ahora sí que se levantaron varias cabezas y empezaron a mirar con curiosidad sus rasgos exóticos, muy bronceada, iba con la melena suelta y pendientes de gitana de plata, los hombros y las clavículas al descubierto; una falda larga confeccionada con un batik dejaba ver los tobillos finos y los pies desnudos dentro de unas sandalias de flores. Bajo el brazo sostenía un bolso de rafia.
Al fin vio una cara conocida y sonrió agitando la mano:
—¿Ha terminado Luis?
Era Pedro de Felipe, un amigo de su marido, que denegó con la cabeza e hizo un ademán hacia dentro, donde se lo oía cantar:
—Por el amor de una mujer jugué con fuego sin saber que era yo quien me quemaba...
Todos creían que esa canción se la había dedicado a ella, y cada vez que le preguntaban los periodistas, debía poner expresión embelesada y agradecida. Pero Muriel sabía la verdad, la había compuesto un cantautor asturiano llamado Dany Daniel para su novia Marcia Bell. Muriel conocía la triste realidad de Luis: se habían secado sus fuentes de inspiración y debía recurrir a autores ajenos. Ahora, eso sí, cantaba sus canciones como nadie.
Los compositores decían:
—Este tío es un bluf, si no fuera por nosotros, estaría acabado.
Y Luis replicaba:
—No saben cantar, si no fuera por mí, seguirían siendo unos muertos de hambre.
La gloria solo alcanzaba a Luis, pues el público creía que las canciones eran suyas, inspiradas por sus propias vivencias. Había un convenio tácito para que nadie desmintiera esta versión, y como los autores cobraban sus buenos royalties, cerraban la boca, aunque la envidia y la sensación de injusticia iban por dentro y alimentaban ese odio larvado que sentían los unos por los otros.
Por el amor de una mujer
he dado todo cuanto fui
lo más hermoso de mi vida...
Desde navidad solo se habían visto el día en que Luis fue al hospital a hacerse la preceptiva foto con el recién nacido. Y ahora había sido Muriel la que se había empeñado en venir a Sant Feliu. Tía Daisy la había animado:
—Mujer, no puedes estar tan ajena a su mundo.
Su madre desde Manila la empujaba también:
—Hija, las tentaciones son muchas y los hombres son débiles.
Pero Luis le ponía constantes excusas:
—Estoy muy ocupado, tengo que cerrar el Festival de Benidorm e ir a Benicassim a grabar un programa con Lazarov. En Sant Feliu no hay condiciones para alojarte; piensa que yo y todo el equipo estamos en un chalet que nos han dejado en lo alto de una montaña, en el quinto pino.
Pero ella se había plantado y había dicho que no le importaba la dureza de la vida del artista ni dormir en malas condiciones, como ya le había demostrado varias veces, o si no, que fueran a un hotel.
A regañadientes al final Luis había cogido una habitación en La Gavina. La esperaba en el vestíbulo y la había besado nervioso y disperso como siempre:
—¿Cómo estás, pequeña?, qué... qué —también siempre, al principio, tartamudeaba un poco—, qué guapa te has puesto, te sienta bien esto de tener hijos. Ahora sube a la habitación.
Ante la sonrisa profesional que exhibía, Muriel tenía ganas de chasquear los dedos delante de él para espe- tarle:
—Eh, Luis, Luis, que soy yo, tu mujer.
Pero lo que le dijo fue:
—Cariño, yo quiero conocer a tu equipo, me gustaría ver la casa donde vives.
Él se llevó las manos a la cabeza y se negó en redondo con una violencia que le asombró:
—No, ¿qué coño vas a hacer allí? Es un antro para hombres solos, está sucio, ¡no va a entrar mi mujer allí a tocar los cojones y alternar con esos cafres!
Se contuvo y con gran esfuerzo volvió a su tono superficial sin mirarla a los ojos:
—Sube a la habitación, descansa y después del concierto ya me reuniré contigo. Mira, diré que nos lleven una botella de champagne, ¿qué te parece?
Pero Muriel adujo que no estaba cansada, había venido en avión desde Málaga a Barcelona y después en taxi los cien kilómetros que la separaban de Sant Feliu y no tenía ni que cambiarse.
—Además, estoy harta de esperarte en los hoteles.
A Luis se le puso una arruga en el entrecejo:
—Pues a Las Vegas no puedes ir, ya sabes que no me gusta que me veas actuar, no estaré tranquilo pensando que todos esos mamelucos intentan ligar contigo, que en la noche hay mucho golfo suelto.
Pero Muriel no pensaba ceder y ahí mismo, en el hall, tuvo su primer conato de rebeldía:
—Pero, Luis, vengo aquí para estar contigo, no para quedarme encerrada en el hotel. —Pasó al tono quejumbroso—. Estamos casados, no te veo nunca...
Él le gritó con nerviosismo:
—Y qué quieres, soy artista y no registrador de la propiedad, bastante hago con cantar y con intentar meterme en el bolsillo a esa gente. —Pero temió que gritar le afectara la voz y concedió—: Haz lo que quieras, haz lo que te dé la gana.
Ella se le acercó y lo probó con su tono más persuasivo:
—Mi amor, lo que me da la gana es ir a verte. No vas a creer que no me interesa tu carrera, ¿verdad?
Luis masculló:
—¡Qué cojones te va a interesar mi carrera, a ti qué coño te va a interesar!
Aunque lo había oído perfectamente, ella le pidió que hablara más alto y Luis transigó resignadamente:
—Bueno, vale, pues vístete, sin provocar, eh, no te pongas minifalda. Te vendrán a buscar dentro de una hora, que yo tengo que montar el equipo y hacer la prueba de sonido.
Muriel asintió, apaciguada y sonriente de nuevo, aunque no entendía muy bien qué pruebas tenía que hacer cuando llevaban actuando toda la semana.
Mientras se arreglaba imaginaba que Luis estaría aún en el camerino preparándose para salir, sabía que en esos momentos se centraba en sí mismo, probaba la voz, hacía gorgoritos, se recluía en un rincón sin querer ver a nadie, si acaso tomaba una copa para tranquilizarse porque le acometían sudores fríos y debía luchar contra la tentación de dejarlo todo y largarse corriendo.
Sí, incluso en una plaza modesta como esta. ¡Ay, esa carrera internacional que se hacía esperar tanto!
Le vino a buscar un chofer que iba con las ventanillas abiertas y fumando y que no le dirigió la palabra durante todo el trayecto a la discoteca, a diez minutos del hotel.
El camarero la miró y le preguntó mientras pasaba un trapo frente a ella:
—¿Qué va a tomar?
Se sorprendió, porque lo normal era que supieran que era la señora Campos y la trataran con deferencia. Le pareció advertir cierta hostilidad en el hombre y aclaró tímidamente:
—Soy la mujer de Luis Campos.
Dejando patente su desgana, volvió a preguntar:
—¿Qué quiere?
—Un... cubalibre.
No le gustaba el alcohol pero por la noche no sabía qué pedir.
Estaba en el extremo de la barra. Una mujer mayor baja y gorda llegó tambaleándose como un barco enorme hasta ella y se puso a su lado, mirándola sin disimulo. Arriba y abajo. Muriel se sintió molesta y se arregló el pelo, se subió los tirantes, miró al camarero como pidiéndole apoyo, pero el hombre, con grosería, fingió no verla.
La mujer lucía un ligero bigote en su rostro oscuro, era muy fornida y tenía las manos grandes y llenas de callosidades, como una trabajadora del campo. Le tocó la espalda y se acercó tanto que percibió su olor a ajo:
—Você é a noiva de Lois Campos?
Muriel se apartó con repugnancia y preguntó a su vez:
—¿Cómo dice?
El camarero, que ahora se había puesto a secar vasos delante de ella, la observó con insolencia y tradujo:
—Es portuguesa, es la madre de una de las bailarinas... —le escrutó el rostro con malevolencia—, la Portuguesiña, ¿la conoce?
—No, no, claro que no. ¿Y qué me pregunta?
La mujer continuaba observándola con fijeza:
—Que si es usted la novia de Luis Campos.
Molesta, Muriel respondió:
—¿La novia? No, no —intentó reír con suficiencia—. Estamos casados, tenemos tres hijos.
La mujer la miró a ella y al camarero, conminándole a que la tradujera. Él señaló a Muriel con el trapo sucio y le dijo:
—Ela é a esposa, eles têm três filhos.
La portuguesa emitió un grito inarticulado que los sobresaltó. Muriel se echó atrás y se llevó la mano al pecho sintiendo un inmenso malestar, pero la mujer escupió en el suelo, a sus pies, estuvo a punto de salpicarle las sandalias y se fue rápidamente hacia dentro mientras el camarero la miraba con sorna encogiéndose de hombros.
Muriel no sabía qué hacer ni qué había pasado, miró con angustia a su alrededor para pedir ayuda. En ese momento empezó a salir gente de la sala de espectáculos, la empujaban, se había acabado el recital de Luis y él también salió con el rostro deformado de puro cansancio, rodeado de chicas con sus libretas en alto para que firmara autógrafos.
—Luis, Luis.
Gritaban y algunas agitaban banderitas porque era el día nacional de Francia y vociferaban con voces alcohólicas:
—Vive la France, vive Luis.
Una intentó besarle en la boca y Luis la apartó maquinalmente. Los hombres pasaban, le daban palmadas en el hombro y levantaban el dedo pulgar, los técnicos empezaron a salir cargados con cables y aparatos. Luis le dirigió una mirada a través de toda la gente y le hizo un gesto para que saliera a la calle que ella fingió no ver. De pronto aparecieron unas muchachas vestidas de flamencas, eran las bailarinas que actuaban antes que Luis, una de ellas le propinó un beso amistoso en la mejilla, otras le daban abrazos blandos, propios de camaradas, alguien sacó una cámara de fotos y brilló el flash. Las chicas se abanicaban, pidieron copas, fumaban, se reían y la miraban a ella también.
De pronto una pequeña figura se abrió paso entre todos. Una chica muy joven, bajita, con una bata oscura cruzada sobre el pecho y un cigarrillo entre los dedos. Con una melena leonada, ojos rasgados casi mongoles, muy profundos, como piedras ardientes, rodeados de ojeras violáceas que impresionaban. Se oyeron voces en sordina:
—Portuguesiña, portuguesiña...
Luis estaba de espaldas sin prestar atención hablando confidencialmente con el dueño del local. Fue como si se pararan todos los relojes. Cimbreándose con chulería, la chica fue acercándose a Muriel; la seguía la mujer mayor que la conducía por el codo. Ahora era patente el parecido entre ambas, pero la hija era guapa de una manera fatal y trágica.
Se colocó frente a Muriel, bien asentada sobre sus piernas gruesas, los pies separados, y le echó una larga espiral de humo. Muriel retrocedió y ella avanzó un paso en medio de un silencio sepulcral. Otro paso de Muriel, otro paso de la chica. Entonces Luis levantó la vista, pasó rozando a la muchacha, que se tambaleó, y se lanzó hacia Muriel y, cogiéndola del brazo, le gritó:
—Vámonos.
Muriel se resistió. Quería saber qué pretendía decirle la portuguesa, quería saber quién era, qué quería, sentía una zozobra febril y dolorosa, pero Luis le silabeó furiosamente en el oído:
—¿Quieres moverte de una puta vez?
Temerosa, no tuvo más remedio que irse con su marido, que la llevaba fuertemente cogida por el hombro, pero se iba dando la vuelta y la veía ahí, inmóvil, con sus grandes ojos amenazadores. La vieja de pronto se puso a correr, los adelantó hasta que llegó a la puerta, y a su paso levantó el puño:
—Que o diabo te carregue! Que ardas no inferno para todo o sempre, filho da puta! E ela tambén!
Muriel empezó a caminar, la carretera era muy estrecha y pasaban los coches a toda velocidad, el viento traía el lamento de la sirena de un barco y el perfume del mar. Luis iba detrás de ella agarrándole el brazo, le dolía:
—Te dije que no vinieras, que me esperaras en el hotel. Ella protestaba:
—Pero qué pasa, quién es.
—Quién es quién, ¡yo qué sé!
Se puso a llover pero a pesar de eso Muriel se detuvo dándose cuenta con diáfana claridad de que su marido le estaba mintiendo. Tenía la garganta tan constreñida que tuvo que tragar para poder hablar. Sintió un desamparo enorme y lo agarró del brazo para que la escuchara:
—Tú tienes algo con esa chica, ¿te crees que no me doy cuenta, te crees que soy burra?
—No sé a quién te refieres, no montes el número, por favor.
La cogió con ademán conminatorio. Ella se desasió y tropezando con los adoquines, hundiéndose en la arena de la playa, se descalzó y con las sandalias en la mano empezó a avanzar a ciegas. Con el rostro herido por los mil alfileres de la fría lluvia se iba diciendo es como todos, es como todos. Quería enfadarse pero no podía evitar que la sensación de pérdida fuera mayor que la de la ira.
Llegaron al hotel, el asfalto parecía una laguna negra en la que temblaba de pavor la farola de la entrada. Muriel subió a la habitación tan pálida como si le hubieran extraído la sangre. Luis proseguía incansable, como una letanía:
—Pero tú crees que yo voy a tener algo con una cría como esa; además es fea, ¡si tiene bigote! ¡Se acostaba con todo Dios! ¡Con el técnico de luces, con los camareros!
Con amargura, Muriel le indicó:
—Hace un momento decías que no sabías quién era.
—Mujer, me he acordado ahora, yo qué sé.
Ella le dijo:
—Sí sabes, sí sabes, tú estás con ella.
—Pero, bonita, cómo voy a estar con ella teniéndote a ti, eres la mujer de mi vida; mira, no dejo de hablar de ti. ¿Quieres que llamemos y le preguntas a Pedro lo que le decía ayer? Yo no hablo, lo llamas tú y pregúntale qué te decía Luis.
Le tendía el teléfono con ademán insistente. Ella hizo un gesto con la mano de punto final y optó por no contestar; se puso boca abajo en la cama con la cabeza entre los brazos. Él se inclinó sobre ella para susurrarle al oído:
—Llámalo. Te dirá que le estuve llorando como un marica hablándole de ti, joder, si se ríen de mí todos porque solo me apetece estar contigo... —Ante su silencio, cambiaba de táctica y no tenía empacho en denigrarlos a todos—. Ellos sí que tienen líos, esos cabrones, se acuestan con todas, pero yo me vengo a la habitacion a componer.
Muriel estuvo a punto de levantar la cabeza para mirarlo con asombro, ¿componer?
Pero Luis continuaba, impertérrito, mientras le acariciaba el pelo:
—Si no sintiera este amor tan grande por ti, ¿cómo podría hacer canciones con tanta añoranza y tanta emoción? Joder, no soy una máquina, me inspiro en nosotros.
Muriel se quedó sin palabras y se dio cuenta de que Luis, en ese momento, pensaba que era sincero. En realidad era como un niño creyéndose sus propias mentiras. Suspiró con desaliento.
No dejó de hablar en toda la noche hasta que se quedó afónico, él, que cuidaba su voz hasta extremos ridículos, siempre abrigado con bufandas de cachemira, con infusiones de miel, pastillas que le traían de Suiza, perlas de clorato potásico, vahos de eucaliptus, gárgaras de limón y jengibre; él se estaba destrozando su pobre instrumento para convencerla.
Porque su tono se iba apagando más y más hasta quedarle solo un tenue y angustioso hilo de voz mientras le suplicaba:
—Contéstame, por favor, no te quedes así sin decirme nada; prefiero que me insultes, que me pegues, ¡grítame! —Sollozaba—. Dime algo, por favor.
Cuando la luz sucia del amanecer empezó a entrar por las ventanas abiertas, Muriel se tuvo que levantar tiritando para correr las cortinas porque hacía frío. Cuando regresó a la cama, Luis la atrapó y le hizo el amor de una forma tan brutal y desesperada que la dejó exhausta, con los muslos doloridos, los pechos aplastados y el sexo en llamas.
Cuando acabaron, él se puso a llorar contra su pecho:
—Cómo voy a arriesgar todo esto que tengo, a ti, a mis hijos... Os necesito tanto, ¡me moriré! Necesito tu amor más que nada, que me quieras. —De pronto se irguió y le escrutó el rostro—. Mírame, quiero ver que me quieres aún, aunque ahora estés enfadada, mírame.
Ella se debatía queriendo hurtarle los ojos y soltarse, pero él la obligaba a levantar la cabeza cogiéndola por la barbilla:
—Ah, veo que me amas aún; esto nuestro es muy fuerte, pequeña..., muy fuerte.
Los llamaron de recepción, las seis de la mañana, ya se tenían que levantar, esa noche debía actuar en el Festival de Benidorm como fin de fiesta junto a Karina y Mocedades. Muriel dormitaba en el Dodge Dart aprisionada entre Luis y la ventanilla y oía el monótono runrún de las conversaciones. Su marido preguntaba:
—¿Y cuánto cobran estos cabrones?
—Karina, 250.000 pesetas, como Serrat. Mocedades, como Camilo Sesto, 175.000.
Era lo mismo que cobraba él. Preguntó suspicaz:
—¿Y Manolo Escobar?
—Hombre, este año está en lo más alto, 350.000 pesetas.
—¿Y Raphael?
—275.000.
Malhumorado, se puso a mirar por la ventanilla la costa tarraconense llena de chimeneas de fábrica y matorrales; de vez en cuando, a velocidad endemoniada, se veían trozos de mar color esmeralda; tamborileó con los dedos el respaldo del asiento de delante. O sea, que estaba en la banda baja todavía, mierda, cuándo iba a subir de una puta vez. Y Muriel se asombraba de que aquel hombre destrozado, que quería morirse si no la tenía, ya se hubiera olvidado de ella.
De pronto añoró estar con sus hijos, ¡el olor a limpio de los niños! El olor a leche, a polvos de talco, a sol de verano y a colonia. Ella quería que su existencia fuera limpia también, sin complicaciones morbosas; le gustaba su rutina de madre, su horario regulado. La vida bohemia de artista no iba con ella por mucho esfuerzo que intentara ponerle.
Llegaron a la plaza de toros de Benidorm donde se celebraba el festival. El coche de los técnicos iba detrás, y las furgonetas con el equipo. Nadie le prestaba atención, había un problema con el sonido. Luis, vestido de sport, con zapatillas de playa y camiseta blanca, protestó y dijo que la humedad lo jodía todo, empezando por su garganta.
Pidió una botella de agua, pidió un pañuelo para el cuello. Cuando nada dio resultado, se retiró a su camerino, probablemente a que le pusieran una inyección de cortisona. Salió de nuevo con su voz normal. Karina se acercó a abrazarlo y estuvieron mucho rato cuchicheando; Luis reía de forma estentórea.
Ella estaba sentada en un asiento detrás de la barrera, sola en medio del inmenso coso, tan amenazador; por un instante le pareció oír los berridos del público, los gemidos agónicos del toro debatiéndose por su vida. ¿O era ella la que gemía? Estaba incómoda, se sentía fuera de lugar. ¿Quién eres, Muriel? ¿La mujer que esté en casa esperando el regreso del guerrero? ¿Penélope?
¿Es eso lo que quieres?
¡El mundo de Luis estará siempre lleno de portuguesiñas!
Sintió en el alma una profunda desilusión.
Un ayudante le trajo un pringoso bocadillo de anchoas que le dio una sed horrorosa. El plástico de la silla hacía que el pantalón se le pegara a los muslos, sentía la piel ajada por el agotamiento, el cemento del suelo desprendía vahos de calor, el ruedo estaba sucio de arena y olía a retrete, los empleados llegaban e iban tomando posesión del inmenso recinto. Muriel miró la hora, ¿qué estarían haciendo los niños? Quizás Márely habiía hecho alguna trastada, pero la Seño era una mujer dura y no se lo permitiría, pero ahora le gustaría abrazar a la niña y hacerle mimos y dejarle ser todo lo traviesa que quisiera. ¡A ver si esa mujer iba a ser demasiado severa! ¡No quería que nadie riñera a sus hijos!
Solo la tenían a ella. Se anegó de un cariño tan intenso que le dolía. Venid, animalillos, os voy a cuidar y proteger toda la vida, no tengáis miedo.
Márely y Luis ya habrían subido de la piscina, estarían recién duchados, con sus pijamas de verano esperando la cena. Quico ya debería dormir, boca arriba, con las manitas aferrando la colcha.
Se levantó y le dijo a Fernando:
—¿Tú crees que alguien me puede llevar a Guadalmar?
Abad hizo una seña a uno de los conductores y le dioinstrucciones. Muriel le hizo un gesto a su marido, que no reparó en ella, y cuando salió pudo ver las inmensas colas que ya se habían formado frente a las taquillas.
Llegó al chalet de madrugada, una ligera y fresca brisa anunciaba la aurora, su hermana estaba escuchando discos en el porche y fumando un cigarrillo. Cuando vio a Muriel, hizo ademán de tirarlo, pero ella se lo cogió y le dio una chupada:
—Cris, mañana nos vamos a Marbella a quemar las tiendas.