A veces, los famosos y los programas de televisión, juegan a construir universos paralelos que distan mucho de ser 100% reales. Un ejemplo de esto lo vimos con Toñi Salazar hace 6 años.
Ella y el que entonces era su marido, Roberto Liaño, presentaron hace más de un lustro una vida plagada de lujos y excesos a las cámaras de ‘Me cambio de familia’, el reality en el que participaron, según Toñi, “para demostrar que era una persona que se podía adaptar a lo bueno y a lo malo”. Algo que en 2019 ha quedado demostrado que es incapaz tras su abandono de ‘Supervivientes’.
A raíz de tirar la toalla en el reality de supervivencia, su ex ha hablado con Sálvame, donde ha desvelado que, en su matrimonio, siempre existieron “los problemas económicos”. Por lo que mostraron al mundo allá por 2013 no fue la verdad, sino que lo adornaron para hacer creer a todos que llevaban una existencia de lo más privilegiada. “Yo no viví su época dorada, viví otra muy diferente. Tenía problemas y se recorrió todos los programas para facturar”. Probablemente, ‘Me cambio de familia’ fue uno de estos.
Pero la versión que daban en 2013 era otra totalmente diferente, mostrando al espectador una vida llena de lujos. “Soy caprichosa, maniática y derrochona. Yo me tengo que comprar algo nuevo todos los días y estrenarlo porque si no no me siento bien”, reconocía. Sus días los pasaban entre desayunos, comidas y cenas fuera de casa, noches en las discotecas de moda bebiendo champán y volviendo a casa de madrugada.
En esto les acompañaba el hijo ella, Borja, que se definía como un chico “al que nunca le ha gustado estudiar” y que entonces afirmaba dedicarse “al tema de los vehículos de lujo”, aunque sin especificar muy bien en qué consistía su trabajo. “Yo, si se lo pido a mi madre, ella me da lo que quiera”, decía con orgullo el vástago de la Salazar.
Enseñó una vida envuelta en oropel que, con los años tal y como desgrana su ex, se ha demostrado que sería solo de cara a la galería, y que su solvencia económica distaba mucho de ser aquella de la que presumía sin reparos ante una atónita audiencia que ira incapaz de calcular cuánto daba de sí el ‘Un, dos, tres ¡caramba!’. Lo cierto es que ni a ellos parecían salirles las cuentas.