Muy maquillada. Nunca habíamos visto a Kate, princesa de Gales, con tanta pintura en el rostro como en su primera aparición a lo grande, en el Día del Recuerdo, el pasado sábado. En el palco del Royal Albert Hall. Las cejas tan negras como cintas de terciopelo, la sombra de los párpados muy oscura, los ojos delineados y con pestañas postizas. Y una gruesa capa de maquillaje de tono bronceado y los pómulos muy marcados en granate que se iban difuminando en rosa hacia las sienes. De negro, con perlas, única joya admitida en los entierros, todos los asistentes al acto conmemoraban a las víctimas de las guerras mundiales con una amapola en la solapa en recuerdo de las flores que cubrían las tumbas de los soldados en Flandes.
Cuando Kate llegó al teatro, estaba muy bella, pero carecía de aquella vivacidad juvenil que era su santo y seña. Mantenía un paso solemne y mesurado, hasta el punto de que su marido en algún momento tuvo que sostenerla y en otro tuvo que propinarle un ligero y cariñoso empujón para que avanzase. Algo impensable, ya que es norma protocolaria que los miembros de la familia real no deben jamás mantener contacto físico.
La verdad sobre su salud
Debido al espeso maquillaje casi teatral y a la iluminación tenue no podía apreciarse si el semblante de Kate reflejaba cansancio, y además todas las miradas iban a su sonrisa, que no apeó ni por un instante, y a su espléndida melena, tan espesa, brillante y larga que hacía sospechar que se trataba de una peluca. Consultado un experto me dice que la princesa siempre ha tenido muy buen pelo, aunque según su parecer ahora, después de su tratamiento, ha utilizado unas extensiones para darle más volumen.
Al día siguiente, domingo, en el balcón del Ministerio de Asuntos Exteriores en el que estuvo durante una hora larga, sí que se advirtieron en su cara fatiga y padecimiento, eso que un sombrero con una ligera redecilla negra estratégicamente colocada, le cubría medio rostro. Pero, aun así, a la cruda luz de la mañana, pudimos ver sus profundas ojeras, sus párpados hinchados, ciertas irregularidades en la piel y el abatimiento de sus hombros hasta el punto de que su cuñada, la duquesa de Edimburgo, que la acompañaba, tuvo que apretarle el brazo para transmitir apoyo y seguridad. ¡Pobre Kate!
Mientras su suegro el Rey, con aspecto demacrado y paso vacilante, y su marido, también muy desmejorado, depositaban sendas coronas de flores en el monumento a los caídos, ella parecía estremecerse dentro de su ajustado abrigo negro que mostraba la delgadez de su figura. Porque, aunque en el mes de septiembre ella misma emitió un comunicado diciendo que había acabado su quimioterapia, confesó también que seguía enferma, “mi camino hacia la recuperación aún es muy largo y la curación total está muy lejos”.
Debe hacerse continuos controles y seguir un tratamiento porque, aunque seguimos desconociendo qué tipo de cáncer ha tenido –se habla de “intervenciones abdominales”–, todos sabemos que hasta al cabo de cinco años no se da el alta definitiva. También se desaconseja el contacto con mucha gente, ya que está baja de defensas. Así, los primeros actos a los que ha acudido han sido privados o ha estado muy poco rato. Y siempre que se ha anunciado su presencia, se ha apostillado, “si su salud lo permite”.
Pero, de repente, hemos visto a la princesa dar un paso de gigante. Y nos planteamos si estaba preparada. No es solamente el acto en sí, sino el estrés de los preparativos, la apariencia física, saber que hay mil cámaras apuntándote, permanecer impávida frente a las multitudes ¡El frío, la ropa, la seguridad, el protocolo! ¿Era necesario?
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