La angustia de Letizia: las víctimas de la DANA exigen respuestas

Las víctimas de la dana exigen respuestas en la visita más dura de los Reyes, que fueron recibidos con una lluvia de barro

Pilar Eyre

Periodista y escritora

Actualizado a 6 de noviembre de 2024, 07:07

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Plaf! Una bola de barro, lanzada desde una distancia de seis metros por un hombre vestido de negro, impacta en la nariz de la reina que, en un primer momento, se aterrorizó porque no sabía qué estaba pasando. ¿Le habrían disparado? ¿O era una piedra? Los escoltas se abalanzaron hacia ella para protegerla con sus cuerpos, uno de ellos ha sido herido, un reguero de sangre le resbala por la mejilla y le mancha la camisa. “No tema, es barro, señora”, le dicen. Y la Reina se limpia la cara de un manotazo y se mezcla con la multitud, tan aturdida que apenas sabe qué le dicen y qué contesta. “A usted no le falta nada”, “mis hijos no tienen ni agua”, “¿a qué ha venido?” “¡nos han abandonado!” Letizia cierra los ojos, sacude la cabeza, se lleva la mano embarrada al pecho, unas lágrimas abren un reguero en su rostro sucio, balbucea “tienes razón” y al final se acerca a una mujer, que se deja abrazar conmovida y agradecida.

En algún momento que no vemos, alguien le tira agua mezclada con barro sobre el pelo. Su chaqueta, sus botas están sucias, un puño de su camisa se ve desgarrado. Advierte la cabeza de su marido a lo lejos, y cómo se llevan a Pedro Sánchez, al que han agredido con un palo. Al final ella también es apartada pero antes de irse dice, con expresión angustiada, “es que tienen razón, yo los entiendo”.

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"Su voz se rompe en quiebros adolescentes"

Las fuerzas de seguridad van a buscar a Felipe y le piden que se suba al coche, pero él se niega. La multitud se ha hecho más compacta, los caballos de los guardias se asustan, la policía, que está haciendo un cordón, apenas pueden mantenerse unidos, la gente rodea al Rey, gritan “hijos de puta”, “asesinos”. El Rey trata de entablar conversación, pero es inútil, hay demasiada crispación, “qué hay gente muerta, Felipe, tío”, se empujan los unos a los otros, los escoltas a duras penas pueden proteger al Rey, lanzan huevos y piedras, y abren los paraguas, pero el rey ordena cerrarlos. Podrían dispararle, le suplican “señor, al coche”, pero él no quiere, baja al cabeza para escuchar mejor, los gritos de la multitud se lo impiden, al final un hombre joven consigue decirle entre lágrimas que ha perdido a su mujer y a su hijo en la riada y Felipe, espontáneamente, lo abraza.

Los escoltas tratan de retirar a la gente, pero dos chicos fuerzan el cordón policial y hablan largo rato con el Rey, que al final les da un abrazo a ambos a la vez. Sus guardaespaldas lo empujan de nuevo hacia el coche, pero él se resiste, da media vuelta, se mete entre la multitud. Coge a uno por el hombro, “no os dejéis intoxicar, están corriendo muchos bulos, la mayoría son mentiras para sembrar el caos...” Y también “haremos todo lo posible, de verdad, confiad en nosotros”. Su voz se rompe en quiebros adolescentes, como siempre que está nervioso, pero sigue hablando y escuchando.

Con el ceño fruncido, con expresión de tristeza, ahora con gesto grave. Tres cuartos de hora. Poco a poco dejan de tirar objetos, los gritos son más débiles, aparece alguna sonrisa. “Nos tenemos que ganar el sueldo cada día, si no nos botan”, es una frase que decía siempre Alfonso XIII, su bisabuelo, y que quizás él conoce. ¡Y ese día, domingo, era muy importante, un antes y un después para su reinado! Podían perderlo todo, o ganarlo. Tenían que demostrar que ellos estaban al lado de la gente y que no servían solo para besamanos, trajes de fiesta y recepciones palaciegas...

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