14 de julio de 1975. Sobre la puerta de la ‘boîte’ Las Vegas de Sant Feliu de Guíxols, una pancarta se bamboleaba peligrosamente a causa del Garbí: “Hoy, actuación de Julio Iglesias y el ballet Los Amayas”. Isabel Preysler cruzó el umbral, oyó a su marido cantando en el interior, y le explicó al camarero: “He venido a buscarlo”. El hombre preguntó: “¿Usted quién es?”. “Su mujer… Tenemos tres hijos”. Sorprendido, el camarero le repitió a una mujer mayor que estaba en la barra: “Ela é a esposa de Julio… Eles têm três filhos”. La mujer dio un grito, escupió en el suelo y se fue para dentro. Salió Julio, sudado, rodeado de admiradores, cuando de pronto una chica del ballet –“la portuguesiña”–, morena y guapa, con una leve bata cruzada sobre el pecho, se acercó a Isabel y le lanzó, provocativa, una larga voluta de humo. Isabel retrocedió y Julio la cogió del brazo para llevársela y meterla en el coche a empellones. Y –cuentan– la madre de la portuguesiña les siguió gritando maldiciones. “Que ardas no inferno para todo o sempre! Vai para o diabo que te carregue!”. Al día siguiente, Julio se quedó en Benidorm e Isabel siguió a Guadalmar, donde la esperaban su soledad de mujer engañada y sus tres hijos, el pequeño de dos meses. Julio había pasado nueve días con la portuguesiña, María Edite Santos, a la que no había dicho que estaba casado, en un chalet alquilado en Sant Feliu. Una compañera del ballet me contó después que la joven era virgen y tan inocente que se había asombrado cuando había tenido su primera falta. Y fue ella la que le dijo que estaba esperando un hijo. ¡Que hoy ya puede llamarse Javier Iglesias!