Así comenzó el idilio entre Juan Carlos y Sofía: un matrimonio destinado al fracaso que tuvo su primera infidelidad en la pedida de mano

Parece ser que nunca hubo amor ni atracción entre los eméritos, que se separaron de facto cuando su hijo, el rey Felipe VI, tenía apenas cinco años, aunque no se han divorciado

Álex Ander

Periodista especializado en corazón y crónica social

Actualizado a 29 de septiembre de 2024, 07:35

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Los cimientos de Zarzuela se podrían tambalear con la publicación de las memorias de Juan Carlos I de España. “Mi padre [Juan de Borbón, conde de Barcelona] siempre me aconsejó no escribir memorias. Los reyes no se confiesan. Y menos aún en público. Sus secretos quedan enterrados en las sombras de los palacios. ¿Por qué desobedecerle hoy? ¿Por qué he cambiado de opinión finalmente? Tengo la sensación de que me están robando mi historia”, comenta el rey emérito en un libro de más de 500 páginas, escrito en Abu Dabi, donde vive autoexiliado desde 2020, que en principio se publicará en francés a comienzos del próximo año

Sin duda, uno de los capítulos que más morbo despiertan es el dedicado a su ajetreada vida amorosa —con esa ristra de amantes capitaneada por la actriz Bárbara Rey, la 'socialité' mallorquina Marta Gayá y la empresaria alemana Corinna Larsen— y sus verdaderos sentimientos hacia la madre de sus tres hijos, doña Sofía. A esta última la conoció en octubre de 1954 en el barco Agamenón, durante un crucero organizado por la madre de ella, la reina Federica de Grecia, para abrir la costa griega al turismo y propiciar bodas entre los jóvenes príncipes europeos. Aunque por lo visto aquí ni se fijaron el uno en el otro. 

Amores frustrados

De hecho, la hija mayor de los reyes de Grecia estaba entonces en las quinielas para comprometerse con el príncipe Harald de Noruega, quien para enfado de Federica, esperanzada por la posibilidad de sentar a su hija mayor en el trono de Noruega, acabó enamorado de una joven plebeya de su país. Por su parte, Juan Carlos le había echado el ojo a la que sería su primer gran amor de juventud, la princesa italiana María Gabriela de Saboya —"En verdad, yo debería haberme casado con Maria Gabriella", confesaría más adelante a un periodista sobre una mujer que resultó demasiado liberal y moderna para el gusto de don Juan de Borbón—.

Cuatro años después del mencionado crucero, Juan Carlos y Sofía volvieron a encontrarse en el castillo alemán de Althausen, al que ambos fueron invitados con motivo de la boda de una hija de los duques de Wurtemberg. Según un artículo publicado en la revista Época, Juanito concurrió a la fiesta principal del castillo ataviado "con uniforme de gala de la Marina de Guerra Española. Bailó con doña Sofía y cuando alguien comentó que hacían buena pareja, él manifestó: '¿Ah, sí? ¿La princesa Sofía de Grecia? ¡Me ha encantado!'. Pero tampoco hubo nada".

El romance dio inicio en Inglaterra, en mayo de 1961, cuando ambos se presentaron en la boda de los duques de Kent. "Los encargados del protocolo de la Casa Real inglesa designaron al príncipe español 'caballero acompañante' de la princesa griega", contó un cronista. "Esto hizo más frecuente su trato. Se encontraron varias veces, ya deliberadamente y sin prescripciones protocolarias, a tomar el té en los salones del hotel Savoy. Ahí comenzó el idilio. La primera noticia la dio el príncipe Constantino, hermano de doña Sofía, telefoneando a Atenas desde Londres, advirtiendo a sus padres que estuvieran preparados para 'la gran sorpresa'".

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La petición de mano

A la casamentera Federica de Grecia le pareció que alguien como Juan Carlos era un buen partido —"es inteligente, tiene ideas modernas, resulta amable y simpático", diría en sus memorias—, así que le invitó a pasar unos días en la isla de Corfú para discutir los detalles del compromiso de boda. "Lo mejor de la Princesa es el gran sentido del deber que tiene muy inculcado", comentó Juan Carlos a los periodistas poco antes del enlace, que se celebró el 14 de mayo de 1962 con dos ceremonias: una católica, en la catedral de San Dionisio, y otra ortodoxa, en la Catedral Metropolitana de Atenas.

En cualquier caso, no hace falta ser un lumbreras para saber que el matrimonio de don Juan Carlos y doña Sofía no fue un casamiento por amor. Prueba de ello fue la petición de mano, que tuvo lugar en un hotel de Lausana, ciudad suiza en la que residía la abuela del novio, la reina Victoria Eugenia, en septiembre de 1961, fecha elegida aprovechando la 'casual' visita oficial de los reyes de Grecia, con el fin de inaugurar el pabellón griego de la Exposición Universal que se celebraba en esa ciudad.

Según cuenta Jaime Peñafiel en su libro de memorias 'Alto y claro', el español había llegado a Lausana procedente de Estoril, donde residía la familia real española en el exilio, vía Roma. Y apunta que precisamente en la capital italiana "se produjo un hecho elocuente que demuestra que el príncipe no estaba ni mucho, ni poco ni nada enamorado de la princesa griega Sofía. Desconozco si el encuentro de don Juan Carlos con su antiguo amor de la época de cadete, Olghina de Robilant, aquella noche romana fue casual o se habían citado con antelación".

Primera deslealtad

Peñafiel prosigue su relato recordando que la propia condesa de Robilant lo cuenta en su desvergonzado libro 'Reina de corazones', donde explica que, "arrebatados de pasión, tomaron un taxi para dirigirse a la pensión Pasiello, 'un lugar horrible', donde en una triste cama de colcha de cretona don Juan Carlos le enseñó el anillo de pedida que, al día siguiente, Juanito le arrojaría a Sofía en la cena familiar de pedida, al tiempo que le decía a la mujer que amaba: '¡Sofía, cógelo!'".

Ya en 1963 empezaron a circular rumores de divorcio en algunos medios extranjeros. "La Reina me ha acompañado siempre", comentó Juan Carlos poco después de haber sido proclamado Rey constitucional. "Ha conocido todos mis pensamientos y la razón de mis actos, los ha comprendido y ha asumido mis decisiones. En las tareas que me ha impuesto la circunstancia histórica de ser el Rey y de haber nacido para ello, nunca me he encontrado solo. He contado en todo momento con la inestimable ayuda y comprensión de la Reina, de mis hijos y de toda mi familia. Sofía tiene un entusiasmo igual al fuego, un fuerte sentido de la responsabilidad y perseverancia". 

Donde siempre hubo poco fuego es en la mirada que el susodicho dirigía a su esposa, que según cuenta Pilar Eyre en el libro 'Yo, el Rey', era "la antítesis" de todo lo que Juan Carlos buscaba y buscaría siempre en una mujer: apocada, de físico discreto, puritana, callada y sin sentido del humor. "Nunca ha habido amor ni atracción entre ellos. Ya en el mismo viaje de novios él le fue infiel a ella. Cuando nació el rey Felipe dejaron de tener relaciones sexuales, y hasta hoy", contaría una vez Pilar Eyre, que ha investigado a fondo la vida de ambos y en alguno de sus libros contó una anécdota que se produjo en enero de 1976, cuando Sofía pilló a su marido siéndole infiel en la habitación de la casa-palacio donde el interfecto se alojaba durante una jornada de caza en una finca de Toledo.

En una de sus obras literarias, la periodista apuntó que Juan Carlos solía ser agradable con su mujer, pero no le mostraba afecto y la mayoría de las veces no le prestaba atención: "Incluso en las relaciones íntimas, que ella realizaba con gran esfuerzo porque tenía que confesarse que no sentía nada, cuando acababan parecía aliviado, como si hubiera culminado una dura tarea, y se dormía enseguida. ¡Nunca le decía palabras de amor! Cuando se levantaba por las mañanas, Juanito ya no estaba. Salía en barco con sus amigos, o había ido a montar a caballo al club hípico, o se iba a desayunar al golf".

Es perfectamente comprensible que Sofía, que apenas conocía el idioma español y no tenía amigas ni confidentes en Madrid, fuera buscando maneras de evadirse de su triste y aburrida vida cotidiana. "Empezó a viajar a Grecia: para el aniversario de sus padres, para la fiesta nacional, para buscar a su perrillo Topsy...", apuntó Eyre. "Cualquier excusa era buena para volver a respirar el aire de su país". Tanto como que en 1973, cuando su hijo el rey Felipe VI tenía apenas cinco años, se separara de facto de Juan Carlos. O que, más pronto que tarde, el matrimonio dejara de compartir minutos de su tiempo privado —ambos vivían en el Palacio de la Zarzuela, pero cada uno ocupaba un ala distinta de la zona residencial—.

Ante semejante percal, no es de extrañar que Sofía pensara alguna vez en divorciarse. Llegó incluso a huir a la India con sus hijos, dispuesta a dejar a su marido. Pero dio marcha atrás después de hablar con su madre, quien le pidió que no abandonara nunca a Juan Carlos, que no dejara de ser reina, a menos que quisiera acabar como ella, en ese momento una paria que tenía que vivir de la caridad de los demás. 

"Sofía entendió la lección perfectamente", escribió Eyre, "se armó de su sempiterna sonrisa de Gioconda, y fue ella la que le comunicó al rey que, ocurriera lo que ocurriese, no querría divorciarse e iba a ser reina hasta que muriese". Desde ese momento hasta ahora, ha antepuesto su condición de reina —consorte, primero; emérita, después— a sus sentimientos y felicidad personal. Si el esfuerzo le ha valido realmente la pena o el precio ha resultado demasiado alto, esto es algo que solamente ella puede afirmar.

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