Pilar Eyre

Pilar Eyre

Reina Sofia

La reina Sofía y su perpetua sonrisa de Mona Lisa

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Pilar Eyre

Periodista y escritora

Sofía en el zoo. Con una sonrisa en los labios, como siempre que está en contacto con los animales. Juguetea con un león marino, con las tortugas, ríe a carcajadas... ¿Se acordaría este jueves pasado de que en ese lugar vivió uno de los peores días de su existencia? ¿Recordará esa jornada funesta en la que se vinieron abajo definitivamente y de forma pública las pocas ilusiones que albergaba acerca de su matrimonio y de su futuro?

Estoy hablando de un suceso capital que sucedió hace 26 años. Corría el mes de junio de 1997. Madrid era un hervidero de rumores porque una de las primeras medidas que había tomado el nuevo presidente de gobierno, José María Aznar, que había ganado las elecciones el año anterior, había sido anular los cargos misteriosos –“las liquidaciones a las amistades del rey”– que se estaban pagando a cuenta del erario público. Y los “enterados”, los que estaban “en la pomada”, los periodistas de la Villa y Corte, sabían que esto iba a traer consecuencias. Y así fue: el 25 de mayo de 1997 Bárbara Rey denunció en comisaría que habían entrado en su casa y habían robado documentación personal “que atañe a personas importantes de este país”.

Como era vox populi que Bárbara había tenido una relación con el Rey, no había dudas de quién era esta persona importante. La actriz afirmaba que este material lo conocían Mario Conde, el periodista Antonio Herrero y el intendente del rey, Manuel Prado. Aunque nada había salido aún, se esperaba que la noticia la publicara algún medio de comunicación, porque en esta ocasión ya no iba a funcionar el pacto de silencio para tapar las actividades privadas de Juan Carlos que había imperado hasta entonces con otros presidentes de gobierno. Tic tac tic tac, el reloj corría, solo cabía adivinar quién iba a ser el primero.

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Sabino Fernández Campo, el jefe de la Casa Real, decidió informar a la Reina, a la que quería mucho, de estos rumores y la previno de su posible divulgación. Fue un momento espantoso. Sofía llevaba mucho tiempo sufriendo las infidelidades de su marido, pero ahora, su desesperación íntima se iba a hacer pública, todo el mundo sabría las humillaciones que llevaba años aguantando. Su marido no solo tenía una relación seria, casi conyugal, con una señora de la buena sociedad, sino que mantenía todo tipo de amoríos esporádicos, unos duraban cinco años, algunos tan solo una noche. La relación con Bárbara Rey se había extendido durante décadas en dos periodos de tiempo distintos.

Pero ese mismo día en que habló Sabino con ella, la Reina tenía un compromiso oficial y, 
digna hija de su madre, educada en la obediencia a sus deberes desde la cuna, ni se le pasó por la cabeza no acudir. Era el 25 aniversario del zoo de Madrid. Llegó pálida, enflaquecida y ojerosa. Pero fue. Las personas que la esperaban la felicitaron por el reciente compromiso de la infanta Cristina y ese jugador de balonmano de apellido tan difícil, y ella echó mano de su sonrisa profesional: “Sí, gracias, estamos muy contentos...”. Escuchó cómo le contaban las mejoras que habían introducido en las instalaciones, le enseñaron la escultura que habían dedicado a Chulín, el primer oso panda nacido en el zoo y al que la Reina había amadrinado... Aunque hacía esfuerzos para interesarse, eran evidentes su abatimiento y su tristeza. Los anfitriones se miraban des- concertados, no era la Sofía de siempre ¿qué le pasaba? ¡Qué poco sabían que, aunque no se notara a simple vis- ta, la Reina tenía un puñal clavado en el corazón!

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Al final, a una funcionaria se le ocurrió ponerle en brazos un cachorro de schnauzer. Una bola de pelo suave en la que apenas se distinguía la nariz y el brillo de unos ojos vivísimos. La Reina lo abrazó con dulzura y después alzó la vista y preguntó tímidamente: “¿Puedo llevármelo a casa?”. Le contestaron: “Por supuesto, señora”, y la acompañaron al coche, intentaron sostener al perrillo cuando abrieron la portezuela, pero ella ya no quiso separarse de él. Después comentaron a los periodistas: “Estaba tan emocionada que se le escapaban las lágrimas”. Y estalló la bomba porque, como dijo el poeta, lo que más secretamente tememos siempre ocurre. El 26 de junio Antonio Herrero difundió en la radio la noticia del robo, en casa de Bárbara Rey, de carretes de fotos, cintas de vídeo y material gráfico “que involucran a la más alta personalidad del estado”. Al día siguiente el periódico El Mundo sacó la noticia con una foto de Bárbara en portada y Diario 16 habló de “chantaje”. Es decir, las penas privadas de la Reina se hicieron públicas.

Pero nadie pensó en ella, nadie la compadeció. Ni siquiera sus hijos: Felipe estaba inicciando su tórrido romance con Eva Sannum, Elena estaba tratando de ser madre y Cristina vivía en la nube de algodón rosa de su noviazgo con Iñaki Urdangarin. Al cabo de una semana vinieron Bill Clinton y su mujer Hillary de visita oficial a España y la Reina los acompañó en varias excusiones por Mallorca, Madrid y Granada con su perpetua sonrisa de Mona Lisa y nadie supo de las tormentas que desgarraban su alma. Solo por unos momentos se descorrió el velo que cubre sus sentimientos íntimos en esa visita al zoológico, cuando llevaba en sus brazos a la bolita peluda todavía sin nombre. Y lloró. 

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