¡Sujétense los cinturones! ¡Cristina Cifuentes no es rubia natural! ¡Y lleva lentillas azules, cuando sus ojos son marrones! Y eso no es todo, sigan leyendo, aunque a esta madrileña hija de gallegos, que tiene 54 años, marido arquitecto y dos hijos, la ha rodeado siempre cierto misterio en cuanto a su vida personal, y es ahí, en esa vida personal, donde dicen que se ha fraguado la venganza que ha culminado estos días con su renuncia a la presidencia de la Comunidad de Madrid.
Cristina mantiene tipazo, hace pilates cada día, incluso en su propio despacho, su lema es: “Sin tacones no hay reuniones”, lleva ropa interior de encaje, exterior a veces de Pontejos, a veces de Zara, y, atención al ‘scoop’, se hizo hace unos años un ‘lifting’ con el doctor Juan Peñas. Sí, el mismo que opera a Preysler y Vargas Llosa. El médico tuvo buen cuidado de que la intervención no eliminase los famosos hoyuelos Cifuentes, una de sus mejores armas de seducción, (el estupendo Manu Tenorio, sin embargo, ha tenido peor suerte con el arreglillo que se acaba de hacer, porque sus hoyitos coquetones han pasado a mejor vida).
Cristina luce tatuajes japoneses visibles y en lugares íntimos (al parecer), y, después de su terrible accidente de moto, del que le queda una cicatriz que no quiere borrarse, se hizo adicta a la meditación oriental. Nos la están poniendo como una mezcla de Sofía Suescun y Cruella de Vil, pero en realidad siempre ha sido una ‘pepera’ rara, una ‘outsider’, un poco en la onda de Dolors Montserrat –actual ministra de Sanidad–, porque se define agnóstica, dice ser animalista (va a los toros, sin embargo) y defensora del colectivo LGTB. La vamos a ver en televisión porque ya tiene dos ofertas suculentas en cartera, y una editorial ha llamado a su puerta para que escriba un libro sobre su experiencia. Cristina, como el Cid, continuará ganando batallas después de muerta (políticamente hablando, por supuesto). No pienso perdérmela.