Pilar Eyre

Pilar Eyre

Teresa Campos Pilar Eyre Jesus mariñas

María Teresa Campos, la mujer que hacía magia ante la cámara, por Pilar Eyre

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Pilar Eyre

Periodista y escritora

Corría el año 2009 cuando me llamaron de Telecinco. Era Yusan Acha, un vasco grandote y bondadoso, que me propuso trabajar en el nuevo programa de María Teresa Campos. Me sorprendió, porque la conocía muy poco. Una noche, en la Feria de Sevilla, habíamos salido con Pilar del Río y Carmen Rigalt y nos reímos mucho de las tonterías que hacían los hombres para conquistarte y que de repente si te he visto no me acuerdo. Luego, cuando sacaba algún libro, me invitaba a charlar para promocionarlo y se acordaba de aquella noche de vino y risas. Me llamaba la atención que a nuestro alrededor todo pareciera caótico, cuidado, no tropieces, ahora quién sale, maquilladora, por favor, ese invitado a la salita, una llamada de teléfono, y sin embargo todo estuviera escrupulosamente medido por ella y el gran equipo que la acompañaba. Una vez recuerdo que me dijo, mientras esperábamos a que nos dieran paso, “no me gusta como se ha peinado hoy Terelu, pero si se lo digo ahora me contestará por qué me lo dices cuando ya no puedo arreglarlo, y si se le digo luego, protestará, por qué no me lo has dicho antes”. Solté una carcajada y así empezamos la entrevista, eso que mi libro era muy trágico.

Cuando me hicieron esa llamada, Teresa estaba pasando un bache profesional, después de haberlo inventado todo en televisión y ser durante veinte años la reina de las mañanas. No le había ido muy bien lo último que había hecho, una tertulia, y al final le habían dado las tardes de los sábados, una franja ignorada que hasta ese momento habían cubierto con películas. Primero hicimos unos especiales monográficos y, como funcionaron de audiencia, decidieron convertirlos en fijos. Algo sobre música y nostalgia, que siempre vende, y lo llamaron ¡Qué tiempo tan feliz! José Manuel Parada, Carlos Ferrando y yo teníamos que arropar a Teresa y contar anécdotas sobre famosos que nos hubieran ocurrido en nuestra vida como periodistas. Cuando preguntamos por el contrato y la continuidad, nos contestaron que iríamos viendo semana a semana. Así, los martes yo llamaba a Ferrando y le preguntaba “¿tú crees que seguimos?” y él me contestaba “quizás sí” y cuando el sábado veíamos a Teresa nos decía ilusionada como una principiante “ganamos a Cine de Barrio o sea que de momento esto va para delante”. Y si iba para delante era gracias a ella, porque cuando se encendía el piloto rojo hacía magia, porque yo no he visto nunca a nadie comunicar mejor que Teresa. Decían que las cámaras la querían, pero quienes la querían eran los telespectadores.

Maria Teresa Campos

 

En esa época tenía cerca de setenta años, pero su ilusión, sus ganas, su empuje, su energía, eran las de una debutante. En persona resultaba sorprendentemente delgada, con una cinturita que podías abarcar con las dos manos, parecía que caminaba mal, pero cuando se quitaba los tacones era una gacela, iba siempre impecable de la cabeza a los pies, tenía una sonrisa deslumbrante y unos ojazos grandes y aterciopelados que debían haber roto muchos corazones. Primero no hablábamos mucho, yo soy muy tímida y creo que ella no se fiaba de mí, pero después empezamos a coger confianza y nos contábamos cosas de novios y secretillos de belleza. Siempre te piropeaba (“te pareces a Naty Abascal”, por ejemplo), era moderna y divertida, ya entonces abominaba de los besos y decía, “vamos a imponer lo de estrecharnos la mano”.

Me fui del programa y volví esporádicamente al cabo de un par de años. Teresa estaba pletórica, había perdido toda su inseguridad, ya no estaba en conflicto con la cadena o, si lo estaba, ya no le importaba, se sentía sexy y amada. Me confesó que salía con Bigote Arrocet, perdón ¡Edmundo Arrocet! Si le llamabas Bigote se enfurruñaba. Te hablaba de él como si fuera Picasso, Caruso y Marlon Brando todo en una pieza, con ingenuidad de quinceañera lo adornaba con prendas de las que en realidad carecía porque cuando nos enamoramos nos volvemos gilipollas, como decía Sara Montiel. Te conmovía escucharla, “la gente no lo conoce, tiene mucha categoría, en lo suyo es muy grande”. Nadie sabía qué era lo suyo, pero fingíamos admiración también, incluso cuando nos hablaba de las camisetas que pintaba. Poco a poco Bigote empezó a tener más protagonismo y, no sé por qué, la última vez que fui al plató todo resultaba más melancólico y me pareció que ese tiempo ya no era tan feliz. Menos mal que Terelu apoyaba a su madre de una forma tan elegante y sutil que nadie se daba cuenta.

No llegamos a ser amigas nunca, no hablábamos fuera de televisión, no sabíamos nada la una de la otra, pero cuando le propusieron hacer un programa nuevo con gente de confianza, me volvió a llamar y lo grabamos en un restaurante de Madrid. Creo que nunca llegó a emitirse. Hacía mucho frío y ella temblaba dentro de un abrigo de cachemir de color beige, estaba muy guapa, parecía una heroína de cine negro. Entonces su relación con Bigote ya iba mal, me habló mucho de sus amigas y de sus hijas. Yo le dije en broma, “Teresa, si no hubiéramos perdido tanto tiempo en bobas historias de amor, ahora seríamos presidentas de Prisa o de Mediaset por lo menos” y se echó a reír, “calla, hija, ¿y lo que nos hemos divertido?”.

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