Vendo mi casa y El País publica que lo hago por desamor. Me hace gracia el titular pero no se ajusta mucho a la realidad. Cuando vivía en pareja ya teníamos esa idea en la cabeza porque barajábamos la posibilidad de ir a un lugar con más terreno.
Yo, que he sido el más urbanita sobre la faz de la tierra, necesito campo. Estaría encantado de adoptar más galgos y acoger a otros. Me gusta ser casa de acogida. Sacarlos de la frialdad de una perrera y ofrecerles un hogar provisional hasta que aparezca el definitivo. Quiero vender mi casa pero no para comprar otra. A mí ya no me pillan más en esas historias. Necesito sentirme libre, no tener esas ataduras, tener la oportunidad de ir probando, cambiar. No le tengo ningún apego a las cosas materiales y por eso no me produce tristeza decir adiós a una casa. Al contrario, me motiva.
No vendo la casa por desamor. Está llena de recuerdos bonitos y cuando echo la vista atrás prefiero recrearme en ellos y no en las ausencias. En cualquier caso la vendería por amor. A veces tengo punzadas de saudade pero cambio el chip inmediatamente porque sino corres el riesgo de ir cuesta abajo y sin frenos. En Madrid llevo ya unas cuantas mudanzas encima y siento que tengo que largarme cuando la casa empieza a pedir que la pinten. Prefiero mudarme a pintar.