Comencé a ver la entrevista de Aznar en el programa de Bertín desprovisto de prejuicios. No quería dejarme llevar por la escasa simpatía que me produce el personaje pero me sucedió algo inaudito: que en vez de cabrearme me aburrió muchísimo. Y pensé, no sin cierta nostalgia, que me hubiera gustado que durante mis años mozos el presidente del gobierno de mi país hubiera sido alguien más atrevido, más canalla, más transgresor. Menos plúmbeo. No tan pagado de sí mismo. Pero no. Viví mi juventud a la sombra de un triste.
Luego se ve que dijo que estaba muy orgulloso de la foto en las Azores con Bush y Blair pero ahí ya no llegué porque el ex presidente me había enviado mucho antes a la cama con su verbo seco y desvaído. No me gustó Aznar. Dice sentirse español pero no creo que se identifique mucho con nosotros porque se cree superior al resto de la población. Tampoco me gustó Ana Botella, que después de cada intervención sonreía de una manera tan forzada como pretendidamente simpática. Aznar representa un pasado arcaico y superado pero su problema es que piensa que continúa vigente. A España le cuesta ser moderna pero no por sus ciudadanos sino por la gente que nos gobierna. Aunque algo tendremos que ver nosotros por poner a presidir nuestro país a los que ponemos, las cosas como sean. Deseamos avanzar pero nos pesa demasiado una tradición moral muy antigua y unas costumbres obsoletas.