El jueves, mientras le doy a la elíptica, me engancho al debate de investidura. Aparece Pablo Iglesias en escena y, después de escucharlo hablar no más de tres minutos, me dan ganas de cambiar de canal. Pero como no quiero romper la rutina del ejercicio me trago su discurso casi entero. Primera cosa que no entiendo: cómo un partido tan pegado a los estudios, muestreos, consultas, encuestas y demás historias no se ha dado cuenta de que deben variar la manera en la que Iglesias pronuncia sus parlamentos. Es insoportable. Te crispa. Te sientes ofendido aunque ataque a la gente que no votarías jamás, que en mi caso es el PP. Trata a los demás parlamentarios con una superioridad ridícula. Se dirige a ellos como si sufrieran un pronunciado retardo y su concepto mesiánico de la política y de sí mismo no hay quien se lo trague. Pablo Iglesias consigue que me guste Mariano Rajoy.
El señor que nos habla a través del plasma respondió a Iglesias con ironía, distanciamiento y sentido del humor. Muerto el PSOE, me parece desolador para la gente de izquierdas que la única alternativa posible sea Podemos. O, lo que es peor, Unidos Podemos. La alianza Garzón-Iglesias me hace sentir viejuno, pequeño burgués y vulgarmente caprichoso. Proyectan tanta tristeza, tanta nube gris, tanta meteorología moscovita, que me dan ganas de domiciliarme en Benidorm y pasarme el resto de mis días borracho moviendo el culo al ritmo de ‘Los pajaritos’. Qué pesadilla más cutre.