La mejor descripción de Sálvame la ofreció Belén Esteban hace algunos años: “Sálvame es como ir al médico. Sabes cómo entras pero no cómo sales”. Laura y Diego Matamoros acudieron al programa para hablar de la presunta estafa que han sufrido por parte de Jorge Blanco. Desconozco si Blanco les ha birlado dinero pero lo que sí estaba claro es que esa historia iba a acabar muy mal. Ser representante no es ninguna tontería: implica conocer el negocio –suena a chuminada pero no es así- tener mano izquierda y ser listo. Al menos dos de estas características no las tiene Blanco. No se distinguía por tratar bien a la gente y su conocimiento del negocio era palmario. Lo de listo no me atrevo a ponerlo en duda.
El caso es que Laura y Diego vinieron a exponer su caso pero al final de lo que se hablará es de que Kiko Matamoros se negó a estrechar la mano que le tendió su hijo. Mis compañeros pusieron el grito en el cielo e incluso el director sostenía que no había actuado de manera inteligente. Yo debo estar hecho de un material muy raro pero entendí a Kiko. Diego ha sido durísimo con él y con su mujer. He visto a Kiko tambalearse emocionalmente en plató por las palabras de su hijo mayor, pasarlas canutas, ser incapaz de articular palabra porque las lágrimas le impedían hablar. Reconozco que los amantes de los finales felices se cabrearon con Kiko porque rechazara la mano de su hijo pero es que un gesto no anula una época de sufrimiento.
Los espectadores aman esos desenlaces en los que se eliminan de un plumazo épocas oscuras pero esos finales nunca llegan a buen puerto por acelerados. Que Kiko no le diera la mano a su hijo no significa que no le quiera sino que la base de su nueva relación no debe construirse sobre parches emocionales. En medio de todo este asunto me impactaron las lágrimas de Laura Matamoros que asistía al desarrollo de la escena con pena e impotencia. Diego sin embargo aceptó la derrota con deportividad porque en el fondo sabe que tarde o temprano acabará reconciliándose con su padre.